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Opinión

El último lector | El Nietzsche de Kazantzakis

Por: Rael Salvador

Mi admirado Kazantzakis escribió mucho sobre su admirado Nietzsche.

Cuando el autor de “Carta al Greco” llegó a París —estudiante aún, con un apetito intelectual que no le alimentaba del todo el hambre física—, la fina llovizna de temporada le brindó un paisaje de luces transparentes, escenario de vivos colores donde, entre edificios palaciegos, las bibliotecas se hicieron presentes, permitiendo entrever —¡y saborear!— tesoros papel.

Sin lugar a dudas, ese primer encuentro —la abierta posibilidad de dialogar con muertos ilustres, escogidos para la eternidad— fue un idilio de agua dulce y música de escalinatas, para luego convertirse en el más vivo refugio de su alma forastera.

Con la cabeza metida en una laguna de páginas, instalado de manera provisional en la Biblioteca de Santa Genoveva, Nikos Kazantzakis es abordado por una muchacha de sonrisa franca y cómplice —aliada del lugar y amante también de las ediciones que los circundan— que no oculta el estupor de su mirada:

—¿Quién es este? —le pregunta, inclinándose sobre él y sosteniendo un libro abierto que muestra la fotografía de un hombre, al cual le oculta con la mano el nombre.

—¿Cómo quiere usted que yo sepa? —contesta el imberbe del puerto de Heraclión.

—Pero si es usted en persona —le reclama la joven—, usted mismo, exactamente. Mire la frente, las cejas espesas, los ojos hundidos; sólo que él tenía grandes bigotes caídos y usted no tiene.

—Pero, ¿quién es? —insiste, felizmente intrigado, tratando de apartar, nos sin delicadeza, la blanda y tibia mano para ver el nombre ahí impreso.

—¿No lo reconoce? ¿Es la primera vez que lo ve? ¡Es Nietzsche!

—¡Nietzsche!

Sí, recordaba el martillazo del nombre, pero hasta ese momento Kazantzakis no había incursionado en ninguna de sus obras.

—¿No ha leído “El origen de la tragedia”, “Así habló Zaratustra”? ¿Los textos sobre el Eterno Retorno, sobre el Superhombre?

—Nada, nada… —responde un tanto avergonzado.

—¡Espere! —apremia la joven, y parte hacia los estantes…

No demora mucho, trayendo hasta su mesa de trabajo —un poco cantarina, del todo resuelta, con un dedo bailándole entre los labios— el “Zaratustra” mencionado.

—¡Aquí lo tiene! —dice la chica desconocida, sin guardarse de pestañear y sin dejar de reír un poco—. Un alimento de león para su espíritu; si es que usted tiene espíritu; ¡y si ese espíritu tiene hambre!

De ese encuentro —financiado por el amor a Nietzsche de parte de una joven estudiante— nacen las noches divinas y tranquilas de trabajo y estudio que remplazan su “cristianismo” por la vitalidad del hombre y sus impostergables pasiones.

Después de leer al “Asesino de Dios”, Kazantzakis empieza a sentir que toda religión que promete satisfacer los deseos humanos “es simplemente un refugio para los tímidos”.

“No hay progreso, ninguna razón gobierna el destino —escribe en el capítulo París: Nietzsche el gran mártir (de “Carta al Greco”)—, las religiones, las morales, las grandes ideas son indignos consuelos, buenos únicamente para los cobardes y los idiotas”.

Lejos ya de las alturas del Monte Athos y de reconsiderar que el mundo es más grande que Grecia, en la lectura del “gran mártir” se interroga si el camino de Cristo conduce a la salvación humana, o si es simplemente “un cuento de hadas bien organizado que promete el paraíso y la inmortalidad con inmensa habilidad y sobrada inteligencia”.

Se podría decir que la miel del nihilismo —y la música celestial de su esperanza metafísica— es sólo un cebo seductor que los verdaderos hombres no se dignan a mordisquear, mucho menos a tragar.

Agregaría, en esta etapa de mi vida, que el “Nietzsche de Kazantzakis” se comprende cuando la belleza no es momentánea, ni el genio estéril… Y, en el supuesto renacimiento amoroso de todas las religiones, entendiéramos que los “catecismos” del hombre son demasiados estrechos para nombrar cualquier trascendencia divina.

Porque todo nombre es una prisión y Dios es libre.

raelart@hotmail.com

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