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Opinión

Reunir a las mujeres

Por: Elizabeth Villa

Una de las utopías ganadas por las luchas feministas de la cuarta ola ha sido la construcción de comunidades que reúnen a las mujeres. En mi mente todavía están frescas las recomendaciones que Luce Irigaray nos hiciera a las jóvenes de fin de milenio en aquel generoso libro que en 1987 invocó a nuestras sororidades: Yo, tú, nosotras. En este, Irigaray apelaba a la recuperación y/o construcción de la colectividad feminista para el intercambio de saberes. Mujeres enseñando a otras. Mujeres aprendiendo de otras. Para la filósofa, era urgente reconstruir todo el marco de la identidad femenina para ser reconocidas en nuestra diferencia. A este proceso de autoconocimiento en colectivo, Irigaray le llamó construcción de genealogías. 

En Baja California ―y en las evidencias documentales a las que he tenido acceso― la reunión de las mujeres en espacios escriturales se localiza en al menos nueve textos que comprenden la reflexión crítica, la creación literaria, la crónica testimonial y las memorias de laboratorios artísticos. En estos nueve ejercicios de reunión se asume que la categoría mujer y sus representaciones han dejado de ser esencialismos dados para convertirse en una serie de cuestiones por pensar. En ellos podemos encontrar que se utiliza la escritura como un mecanismo de indagación pero también de documentación sobre el devenir de los sujetos históricos femeninos. 

El primero de estos trabajos se trata de la memoria del Coloquio Fronterizo Mujer y literatura mexicana y chicana, celebrado en la ciudad de Tijuana en abril de 1987. A este coloquio le siguió uno más en 1988 y sus emisiones habrían despertado el interés en tomar a la mujer como un sujeto de estudio, especialmente por sus condiciones históricas de subalternidad. El Coloquio, en sus dos emisiones, logró la presencia de varios investigadores (Universidad Estatal de San Diego, Universidad de California en San Diego, Colegio de la Frontera Norte y Colegio de México), quienes colaboraron en común amparados por «el deseo de unir los lazos entre las mujeres chicanas y mexicanas».  A pesar de que no hay una clara evidencia de que esta primera reunión en torno al debate sobre el género haya tenido repercusiones en la producción académica de fin de siglo, sí es relevante tomarla como un momento de despegue para lo que vendría años después en cuanto a producción escrita. 

Tan solo cuatro años más tarde, en 1992, el Diario 29 incluyó entre sus páginas el suplemento cultural Mujeres entre líneas, coordinado por Gabriela Posada del Real. La duración de esta publicación fue de casi un año y sus temas, tan variados como amenos, exploraron de manera transversal la condición femenina. Cine, música, teatro, sexualidad, maternidad, literatura, antropología, análisis cultural, alimentación, psicología, historia, salud, política; cada uno de sus artículos mostraba claramente una perspectiva tanto femenina como feminista. Mujeres entre líneas tal vez sea el primer espacio de escritura que genuinamente buscaba cuestionar la posición finisecular de la mujer en las fronteras y en el que, a diferencia del Coloquio Fronterizo, quienes se encargaron de la reflexión de los artículos que reflexionaban sobre el sujeto sexuado, fueron todas mujeres. Destaca también por ser un suplemento que utilizó la escritura no solo como medio trasmisor de noticias y eventos sino como un ejercicio de indagación sobre la condición de género; así lo demuestran los variados matices que ilustraron a cada entrega. 

Estos puntos de partida del reconocimiento de la diferencia para construir colectividades puede encontrase en varias muestras de la escritura producida por mujeres en los años subsiguientes y que se vieron publicadas en forma de antologías.

Red de lunas (1999), preparada por Minerva Margarita Villarreal; Nuestra cama es de flores (2007), de Roberto Castillo; El proyecto de las morras (2013), coordinado por Esmeralda Ceballos; Cuerpo+mente+lenguaje (2013), de Gidi Loza y Escritos Identitarios Tijuana-Nueva York (2019), de Elena de Hoyos. Son todos ellos trabajos en los que se reúne a las mujeres para pensar y expresar el género de manera plural. 

Se trata de libros que compilan el quehacer escritural desde varios frentes: la creación poética, la reflexión sobre el ser-mujer y la literatura como ejercicio de sanación durante el proceso de rehabilitación de las adicciones. Cabe destacar que el esfuerzo por evidenciar los mecanismos de una conciencia múltiple está presente de manera notable en casi todos estos libros. En sus respectivos prólogos, las coordinadoras expresan la determinación por utilizar a la escritura como un trabajo de construcción de un sujeto colectivo identificado genéricamente. Y aunque los propósitos de cada antología determinan una lectura con finalidades distintas, no puede dejarse de lado el común denominador que las vincula: acompañarse entre ellas en un «viaje hacia la voz y la visibilidad.»

Finalmente, entre los trabajos de documentación que se integran a este gran ejercicio de reunión de las mujeres se encuentran Ni muy tristona ni muy tristona (2005) del historiador Mario Alberto Magaña y Mujeres en ritual (2014) de Dora Arreola y Sergio Rommel Guzmán. En el primero se presentan cinco entrevistas a indígenas de las comunidades originarias de Baja California, compiladas por Magaña debido a su protagonismo dentro de la cultura yumana como portadoras de los saberes tradicionales así como a su poder de interlocución ante la sociedad dominante y las instituciones oficiales. El segundo trabajo se trata también de una serie de entrevistas en extenso realizadas a la directora y creadora del conjunto artístico de danza-teatro Mujeres en ritual. En este diálogo con Arreola se hace un recorrido por la investigación del movimiento corporal que llevó a las actrices y bailarinas del colectivo a experimentar con las representaciones de la sexualidad y el género en un contexto fronterizo. 

La revisión de estas nueve evidencias que integran a las mujeres en procesos de visibilización mediante el texto escrito me da la pauta para confirmar que, como lo soñamos hace treinta años, la construcción de genealogías femeninas posee una historicidad rastreable en espacios y tiempos claramente situados. 

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