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Opinión

El último lector | Noche estrellada sobre la Laguna Hanson

Por: Rael Salvador

Rasgado el cielo, el paisaje se ilumina: lo fotográfico logra su epifanía. Carl Sandburg lo observó con estas palabras: “Poesía es el abrir y cerrar de una puerta, que deja conjeturando a los que miran sobre lo que se ve por un instante”.

En el sosiego de lo profundo, Silvia Del Rincón, “astrofotógrafa” de oficio, ha realizado una imagen* que nos aproxima a la hermeneútica celeste: al volver su mirada a lo alto y eternizarlo, nos invita a desentrañar aspectos de lo divino.

En “Herreros y alquimistas” (1956), el escritor rumano Mircea Eliade testifica que el primer hierro vino de los cielos. Anterior a la forja de metales a partir de minerales extraídos de la tierra, las primeras herramientas de los hombres fueron “pedazos de hierro celeste fraguados en el calor producido por el rozamiento de la roca con la atmósfera”.

Desde que el mundo es antiguo, los argumentos de los cielos se leen entre líneas esquemáticas; en lo simbólico vital —en la alusión velada del ritual a campo abierto—, aquello que dibujan los astros en su movimiento perpetuo, es la cartografía que transmutan los observadores de la bóveda celeste en emoción y sabiduría estética.

En ese alto techo de cristal, como nos dice el filósofo Juan Arnau, “los sueños son como las estrellas, cuando los observamos vemos un mundo antiguo”.


En su elocuencia —por su singularidad, mítica—, todo esto llama mi atención: “Noche estrellada sobre el Rodano”, me digo, en un ver de voz, y paladeo la miel astral de las siguientes palabras: “No conozco nada con certeza, sólo sé que la visión de las estrellas me hace soñar”. Se trata de una observación de Vicent van Gogh, el pintor neerlandés que —como los antiguos pensiderales (pensadores del cielo)— hizo de la noche también su oráculo.


La cicatriz que deja ese corte lumínico en la piel del cielo es un evento que ya ha tenido lugar: años 60, era espacial, un niño de cinco años —pantalones cortos— pasea en su triciclo (Sputnik), la ruedas de éste se encuentran aseguradas con pequeños clavos… Él juega y avanza en velocidad —¡es un bólido!—. Al derrapar, el triciclo se voltea y, puntita de hierro sólido, rasga la tierna epidermis del infante: no llora, observa… ¿Qué es lo que ve? Un trazo fino y delicado en su pantorrilla, la carne abierta —nueve centímetros de pureza viva— que no sangra y permite, por vez primera, adentrarse al misterio interior de su cuerpo, como si fuera un Universo.

La imagen de ese retorno se imanta a la sacralidad astronómica del presente y, rasguño de luz en la noche soberana, nos ofrece motivos de admiración astrológica.

Así, activando su filigrana de circuitos —ese ojo moderno que parpadea y registra—, Silvia Del Rincón nos hace ver tanto en el espacio como en el tiempo, porque cuando Hernán Cortés, interesado en la belleza del todo —preámbulo de toda crueldad—, preguntó a los líderes aztecas de dónde habían sacado sus cuchillos, “éstos señalaron el cielo”.

raelart@hotmail.com

*Laguna Hanson, 23 de julio, 2 de la madrugada.

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