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Opinión

¿Qué es una Feria del Libro?

Por: Rael Salvador

Una feria del libro no se limita sólo a la venta sustancial de material bibliográfico, en
un territorio ex profeso de dispensarios para la colocación de sellos editoriales –locales (independientes) y foráneos (consagrados)– colecciones de diversa índole –universitarias y/o de ocasión– y actividades aderezadas con sabor a letras: presentación de escritores, dramaturgia ligera, asentamientos para firma de autores, mediadores de talleres, conferencias relacionada con la difusión de “todo”, seguida de esa discusión académica que incluye tanto ciencia como cocina mexicana, y una ferviente publicidad limitada –que poco utiliza la difusión de los medios de comunicación– y que habla de beneficios absolutos, cuando no de cuentas menguadas.

Las ferias del libro también se miden por extensiones (es decir, por venta de módulos o estantes, que pueden apreciarse por km2) y suelen capitalizar sus logros por la inclusión de autores –donde no es lo mismo 14 que 650–, más si son de países diversos, como en las llamadas ferias internacionales.

Desde luego, se registran las visitas y se contabilizan niños, jóvenes y adultos; gustos y tendencias, en sus diversos géneros literarios y académicos, que se ven engrosados con datos de las matrices editoriales.

En este asunto de “ferias del libro”, mi generación norteña –entre los baby boomers y la llamada “X”– fue lo demasiado astuta como para disfrazar con el arte provinciano de la escaramuza sus pulsiones de fracaso y muerte, y con ello podemos imaginar qué tretas se usaron para tal propósito: sus revistitas de existencia única, sus limitadas ediciones autofinanciadas, sus suplementitos parroquiales… La disposición de lo inútil al servicio de un planteamiento inmortal: la permanencia de un nombre, la trascendencia de un título, la desmesura universal de una “obra maestra” catada y cantada en una “feria del libro”.

Para ello organizaron festivales literarios –y poder participar en uno–; se inventaron concursos de “pluma fácil” (para otorgarse un premio); innovaron excursiones –partiendo de la pizza tardeada– al ángelus de la madrugada; se intoxicaron con viandas sagradas (peligrosas mezclas de Charles Bukowski y Paulo Coelho); instalaron bufete de corrección política (atendiendo demandas del partido); celebraron, con el lugar común del bombo y el platillo, 30 años de servicios literarios…

La otra lectura: ser capaces de dominar todos los resortes del oficio, es competir en un país que ocupó primero realizar una fosa de sangre enferma –de las dimensiones del agujero de la capa de ozono– para elevar la novela “político-narco- policiaca” a la estatura de arte literario.

En cuanto a la libertad de oferta

Desde los malditos a los posmodernos, pasando por los que todavía cosechan una mala métrica como orgullo de estatus, habrá que decir que las “ferias de provincia” atentan consuetudinariamente contra el provecho de la tradición y ahora nadie sabe quién es Martín Luis Guzmán, Mariano Azuela, Juan Rulfo, Juan José Arreola, Octavio Paz, Daniel Sada o Federico Campbell…

Mucho se podría agregar en el confesionario de una organización de “ferias de libro”, pero habría que considerar primero que las reglas de éstas se establecen en la asimetría correligionaria y que cada una tiene una voz distinta, siendo unas más singulares que otras, afincando sus propios atributos (piscinas literarias en las que ya nadie compara y hace olas, mucho menos tsunamis visibles).

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