El último lector | Harmonices mundi
En los viejos palacios renacentistas del siglo XV y XVI, el lugar de esparcimiento se llamaba “estudiolo”, una estancia plácida, pletórica de estatuillas y libros, enseres de la magnificencia artística, donde el príncipe se retiraba a meditar o a leer, rodeado de cuadros que amaba de modo especial, “un paraíso de los sentidos, pero también y ante todo de la mente”, según nos cuenta Giorgio Agamben.
Del ejemplar de Philipp Blom: “El coleccionista apasionado. Una historia íntima”, libro del que sustraigo el siguiente párrafo, el cual no posee ni una palabra fuera de lugar y, con una prosa reposada en el magistral desenfado del historiador y el coleccionista, nos ilustra con generosa afabilidad sobre la adquisición del conocimiento y el aura del saber:
“Este nuevo espíritu de investigación renacentista lo encabezaron eruditos y aficionados, no sacerdotes y filósofos clásicos, y fue entonces cuando por primera vez se aceptó que, para acumular conocimientos, un mercado de pescado podía ser mejor que una biblioteca. Lo más probable era que, más que cualquier cantidad de manuscritos latinos, los pescadores hubiesen capturado en sus redes ejemplares raros y maravillosos y fuesen capaces de hablar de sus costumbres y conocer sus nombres. Ya no bastaba con sentarse a un escritorio en un monasterio. El propio Aldrovandi recorría los mercados de pescado en busca de nuevos hallazgos y conversaba con los pescadores de la misma manera en que, un siglo después, Descartes haría comentarios sobre anatomía animal en una carnicería de París”.
¡Harmonices mundi! A lo largo y ancho del paseo de la humanidad por los parajes de la Tierra, ni el mercado de pescado ni la carnicería se encuentran distanciados del saber y el conocimiento… Y, cosa que me importa desde hace tiempo, me pregunto, ¿cómo es que en nuestra época el respeto y la educación resultan ser ajenos a la opinión pública y la pandilla ideológica de nuestros comerciantes?
La respuesta quizá radique en recordar (del latín “recordis”, volver a pasar las cosas por el corazón) que el olvido se combate con memoria.
Todo lo que surge de esta apertura —en sus diversos ángulos—, es un creciente cuestionamiento filosófico y científico, histórico y moral, de lo horrores ocasionados por el hombre inculto y su avidez idiota en las apariencias que, traducidas en posesiones y vulgaridades, se olvidan una vez más del espíritu de nobleza y generan la brutalidad renaciente del “Homo stupidus” en oposición a la armonía del mundo (Harmonices mundi).
Para contrastar esta disonancia, por demás estridente, recreo la sensibilidad del presidente del Nexos Instituut de Tilburg (Ámsterdam), Rob Riemen, quien en un aleccionador pasaje de su libro “Para combatir esta era: consideraciones urgentes sobre el fascismo y el humanismo” se traslada a la nietzscheana Sils Maria, al Grand Hotel Waldhaus, lugar de conferencias y debates, que ofrecen nuevas responsabilidades a partir de los discursos de un brillante intelectual austriaco, llamado Walter, el profesor checo, Radim, y el emergente Rob: “El objetivo de la democracia, es, por lo tanto, la educación, el desarrollo intelectual, la nobleza de espíritu, y la nobleza de espíritu es el arma más importante para impedir que la democracia degenere en democracia de masas, en la cual la demagogia, la estupidez, la propaganda, la vulgaridad y los instintos humanos más bajos ganen terreno, hasta que inevitablemente den a luz al hijo bastardo de la democracia: el fascismo”.
Pasadas las páginas, Radim —al que la “edad lo ha hecho encogerse, una joroba en la espalda lo hace ver aún más pequeño, sus uñas son largas, hay cabellos que se asoman al menos un centímetro por sus fosas nasales, y su ropa huele como si no fuera lavada más de una vez al mes”— ofrece a los lectores una lección de vida difícil de olvidar y la tarea a Riemen de escribir este libro: “Querido amigo, yo ya soy un hombre viejo —tose, gracias a la imprudente delicia de un puro por encender— y no me queda mucho tiempo para vivir. Pero mientras siga aquí quiero disfrutar de toda la belleza de la Tierra y de todos los placeres de la vida”.
La llama se aviva y el viejo de 80 años sentencia: “Vamos, tenemos que irnos. Usted debe de regresar a casa a contar una historia. Creo que será un libro entero”.
¿Cuál es la historia que te tocaría contar? ¿Es lícito pasar por este mundo ausentes de erudición y armonía? ¿Tendré siempre que pedir disculpas por la descortesía de ser profundo?
raelart@hotmail.com