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Opinión

Una flor para Luis Enrique Ramírez

Por: Columna de Elena Poniatowska

El cuerpo de Luis Enrique Ramírez apareció en una cuneta de la carretera el jueves 5 de mayo, en Culiacán, Sinaloa, su tierra. Lo conocí hace muchos años en La Jornada. Era un joven alto y risueño. Jamás pude imaginar que terminaría envuelto en plástico tirado en un camino de terracería de su propia tierra.

Lo conocí en la redacción de La Jornada y Braulio Peralta, entonces jefe de la sección de Cultura, le encargaba reportajes y entrevistas que el joven intelectual hacía con verdadera maestría. Risueño, inteligente, sensible, captaba todo lo que decía (y lo que no decía) su entrevistado e hizo reportajes notables, como sólo los logran los buenos observadores. Captaba los rasgos de carácter, las debilidades y los aciertos de su entrevistado o entrevistada y era fácil sonreír en el momento de leer sus textos lúcidos y seductores. Braulio Peralta reconoció su talento y lo alentó como hacen los buenos maestros.

Luis Enrique Ramírez se prendó de la escritora Elena Garro y de su hija, La Chata, Elena Paz, y escribió una suerte de notable novela o biografía: La ingobernable: Encuentros y desencuentros con Elena Garro, que publicó Consuelo Sáizar. En esa época, gracias al apoyo de Braulio, Luis Enrique se convirtió en el reportero estrella de la sección de Cultura de La Jornada y se dio a querer por sus compañeros. Ahora, en 2022, resulta ser el noveno reportero asesinado este año en México.

Que yo sepa sólo una vez regresó a México de Culiacán y me visitó igual de sonriente, pero mucho más gordo. Escribía en su tierra, seguía igual de ingenioso y de aventado. Chabela, con quien también le gustaba platicar, disfrutaba hacerle de merendar y le tejió un suéter. “¿Vendrá el joven Luis Enrique?”, preguntaba con ilusión. El reportero y yo reíamos de un hilo porque tenía muy buen sentido del humor e imitaba a compañeros y a entrevistados, a mí y a Carlos Monsiváis.

Cuando Elena Garro y su hija Helena Paz vinieron de París, en 1993, para ser homenajeadas, primero en Monterrey y luego en la Ciudad de México, Luis Enrique Ramírez las siguió hasta Cuernavaca y las entrevistó en casa de Devaqui, hermana de Elena, casada con el pintor Jesús Guerrero Galván. El joven reportero hizo un trabajo de primera porque Elena lo encandiló y me dijo muy alterado: “La gran escritora se está muriendo de hambre, es un ser humano de excepción, voy a darle mi sueldo”. “No, Luis Enrique, no se le ocurra”. Luis Enrique Ramírez se apasionaba por las penurias o las glorias de sus entrevistados y por eso sus artículos le salían tan bien.

Luis Enrique fue culichi porque nació en Culiacán, Sinaloa. Allá se inició en el periodismo a los 17 años en El Diario. Estuvo después en El Debate y comenzó a hacer entrevistas en el Noroeste. Cuando le dio por hacer viajes a la capital, se hospedó en el hotel Regis. La primera vez vino con su hermano Juan Carlos –más alto que él y todavía más flaco– en camión Tres Estrellas de Oro de segunda clase, entre gallinas, puercos y el olor a chilorio, machaca y chorizo. Tras 24 horas de carretera, llegó en calidad de jerga y nadie lo levantó. “Venimos a conocer”, dijo al unísono con su hermano. Los dos creían que la Ciudad de México se componía de La Villa, Chapultepec, la Alameda y el Zócalo. La segunda vez, vino como estudiante de la Escuela de Comunicación Social de Sinaloa y participó en un congreso en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García con su maestra María Teresa Zazueta. Ella lo llevó al teatro, recorrieron museos y galerías, asistieron a conciertos, compraron libros católicos y después de admirar el mural de Diego Rivera en el hotel del Prado se tomaron un chocolate caliente en el Súper Leche, con Alejandro Avilés. Las fachadas del Paseo de la Reforma estaban tapizadas de carteles de la marcha del orgullo homosexual, parte de la efervescencia del gay power en la Ciudad de México, porque en el norte nadie sabía ni con qué se comía esa cosa. “¡Vamos, vamos!”, exclamó Luis Enrique, y su madre-maestra lo reprendió: “¡Óyeme, qué moderno me saliste!”

En noviembre de 1992 entró a La Jornada, y se dio sus mañas para sobresalir como entrevistador. Era fácil verlo en la calle por ahí de la una de la tarde, corre que corre a grandes zancadas.

Lo quiso mucho porque era muy noble, él mismo planchaba con esmero sus camisas. Su pulcritud alcanzó a su escritura. Luis Enrique revisaba sus textos casi neuróticamente para evitar cualquier arruga, cualquier doblez, los rociaba y los planchaba con esmero, y aun así, al verlos publicados exclamaba: “¡Chingüetes, se me fue esa coma!” También así repasó a sus entrevistados, analizó sus respuestas, los observó, desmenuzó sus gestos y a algunos hasta los encueró (en sentido figurado, por supuesto).

Nunca conocí periodista más obsesivo. De ahí tal vez sus continuas depresiones y sus interminables melancolías. Atravesó a sus interlocutores y los adivinó antes de que respondieran. Creo que entre los jóvenes era el mejor, el más fino, el más perceptivo, el más talentoso, aunque ahora los jóvenes se lleven de calle a los viejos que sólo dan el maquinazo. Y, desde luego, fue el más encantador.

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