“Sueños utópicos”
Utopía. Distopia.
El primero se refiere a un mundo próximo a la perfección del bien, un lugar sin necesidades irresueltas, donde florece la felicidad humana; el segundo, una sentencia al sufrimiento, donde la calamidad es cotidiana y la angustia acompaña casi todo esfuerzo humano. A primera vista, parecieran opuestas, pero, como han notado varios, en realidad van de la mano, entrelazadas en una relación binaria que – al oscilar entre lo que más tememos y repudiamos, por un lado, y lo que más apreciamos y deseamos, por otro- engloba el arco de la potencialidad humana, lo que viene siendo la fuente de nuestro bien y nuestra desdicha.
Esta doble cara no es fortuita. Utopía (1516), de Thomas More, surge en reacción a la violencia y las sublevaciones que el autor vivió en Europa, y en especial su nativa Inglaterra, consumida por las guerras, la pobreza y los conflictos religiosos, un mundo al revés, donde, en su famosa alusión metafórica a los tumultos de la época, los borregos, criaturas normalmente plácidas, desarrollan hambres carnívoras y devoran todo lo que produce el ser humano, incluyendo los humanos. En la isla Utopía, en contraste, predomina la satisfacción, la igualdad y la paz; sus principios de gobierno tienen como único fin procurar que la ciudadanía alcance la felicidad. De manera semejante, el libro Datong Shu (1902), de Kang Youwei, escrita durante las primeras pugnas por modernizar la China, plantea que la función principal de un buen gobierno es procurar y proteger el bienestar de toda la ciudadanía, por lo que propone dejar de vendar los pies de las mujeres y acabar con la tradicional estructura familiar, adelantando la independencia de las mujeres.
En nuestros días los imaginarios utópicos son los menos y los distópicos los más. Se puede argumentar que hay razón suficiente para que así sea. Nuestra cotidianidad está poblada de crisis sin resolver: violencia, pobreza, guerra, migraciones forzadas, calentamiento global, amenazas nucleares, además de la pandemia, que nos vino a sortear enfermedad y muerte.
En este sentido, es entendible la prevalencia de distopias. En el cine y la novela zombi, entes suspendidos entre la vida y la muerte marchan hacia la satisfacción de su única e inmediata hambre – devorar un cuerpo humano. En cuentos futuristas se presentan mundos gobernados por inteligencias artificiales que reducen a los seres humanos a figuras harapientas de miradas opacas o bien a luchadores que lidian con distonías personales mientras libran la guerra contra una tecnología destructora y omnipresente.
Según Frederic Jameson, uno de los defensores contemporáneos del pensamiento utópico, la preponderancia de imaginarios distópicos y la ausencia de intentos por concebir un mundo alterno debe preocuparnos. Este estado de las cosas no solo deja ver la hegemonía de lo que nos niega, también borra u opaca la posibilidad de visualizar un mundo mejor. En sus palabras “pareciera más fácil imaginar la total destrucción de la tierra y la naturaleza” que desmantelar lo que nos ha llevado a este punto en la historia, un fallo que aduce a la falta de imaginación y valentía para contemplar la posibilidad del florecimiento humano.
Sin duda, esta ausencia refleja también una larga historia de crítica del utopismo. Según Marx, la transformación social requiere la suplantación de las estructuras fundamentales de la sociedad, por lo que las propuestas sustentadas en cambios de valores y costumbres o desplegadas en reformas e imaginarios futuristas están destinadas al fracaso. El filósofo Karl Popper, a su vez, en el ensayo “el utopismo y la violencia”, planteo que todo intento por construir un mundo para el bien de todos y todas enfrenta de inmediato la imposibilidad de definir lo que es una utopía. ¿En qué consiste el bienestar? ¿Y la felicidad? Por lo mismo, cualquier tentativa necesariamente lleva al conflicto y a la violencia. Terminada la disputa entre los seguidores de las distintas versiones del buen vivir, por lógica saldrá victoriosa la versión del ganador. E Immanuel Wallerstein, estudioso del capitalismo global, califica de ilusorio el pensamiento utópico; obligatoriamente siembra la desilusión o, en el peor de los casos, justifica males terribles en nombre del bien común.
¿Entonces?
Sin negar las críticas, sugiero que hay dos cualidades que podemos rescatar del pensamiento utópico. Una de ellas abunda en los casos históricos de comunidades fundamentadas en el florecimiento por igual entre sus adeptos. Dos ejemplos tempranos fueron Palmanova, fundada en 1593 cerca de Venecia, y Royal Arc-et-Senans, establecido en 1779 en Francia. Hoy en día se observa en la recuperación de las utopías andinas, el trabajo de rescate de la historia, como fuerza simbólica e instrumental de lucha, con el fin de definir la identidad y proveer la autodeterminación de futuras generaciones. La otra posibilidad es ver la utopía como un baluarte ético y existencial. Nos brinda una fuerza para resistir el pesimismo ante las crisis que nos rodean, la resignación que constriñe la acción, y el cinismo, siempre insidiosamente al alcance, que nos lleva a acomodarnos y a minimizar nuestros anhelos y sueños.
El Colegio de la Frontera Norte