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Opinión

Mar de historias | Otra mudanza

Por: Cristina Pacheco

Al bajarme del taxi me extrañó no ver estacionado frente al edificio el camión de la mudanza. Mi hermana Lita y yo, que desde su viudez vivía conmigo, aunque hemos tenido que cambiarnos varias veces de domicilio, no somos expertas en la materia. La prueba estaba en que habíamos contratado un transporte insuficiente para los enseres domésticos y muebles que habíamos acumulado al sumar nuestras pertenencias recién adquiridas o viejas, entre otras un asador que Lita compró en una barata y una caminadora que poco usé y acabó convertida en el perchero más costoso del mundo.

Subí la escalera volando. Dorimar, la hija de la conserje, no pareció extrañada de verme y enseguida se acercó a explicarme que mi hermana Lita, al ver que yo no regresaba a tiempo del hospital donde cubro el horario nocturno, se había ido de una vez al nuevo departamento para no pagarle tiempo extra a la mudanza. Dorimar me entregó las llaves del 404 por si acaso deseaba ver si se nos había quedado algo y se alejó rumbo al zaguán con los audífonos puestos y a paso de baile.

II

Con cierto temor abrí la puerta del 404, como si fuese la invasora del departamento y no su inquilina durante dieciocho años hasta apenas unas horas antes. Siempre llegaba del hospital más o menos a esa hora, con la bolsa de pan recién comprado y el recuerdo de la breve conversación que había tenido con Samanta, la empleada. El día que se lo dije lamentó saber de nuestra mudanza y me hizo prometerle que volvería.

Di unos cuantos pasos por el departamento y me detuve al ver, dispersos por todas partes, bolsas de plástico, envolturas, cartones, periódicos, lazos: evidencias de una mudanza que Lita y yo demoramos hasta donde nos lo permitió el último exagerado aumento de renta. El administrador lo justificó hablándonos de un proyecto de remodelación que daría a los viejos departamentos el aspecto de un piso neoyorkino. Le pregunté cómo era eso y me mostró –con el orgullo de un padre que exhibe la primera foto de su bebé– las imágenes de un edificio en nada parecido al nuestro.

Me abrumaron el vacío, el silencio y el sonido de mis pasos sobre las duelas desnudas. Sentí emoción al ver las marcas de los muebles en el piso, las huellas de los clavos en las paredes donde había colgado retratos familiares, reproducciones de cuadros famosos y algunos adornos sin mayor función que llenar el espacio y, sin proponérmelo, dar abrigo a los insectos.

Tal vez para imaginar que me apropiaba momentáneamente de un terreno amado y conocido, me puse a recorrer los cuartos. Desiertos, parecían inmensos; las paredes cuarteadas una advertencia de peligro; las ventanitas, desvestidas, me resultaron poco graciosas e indiscretas. Escapé a la cocina. El sitio que siempre me había parecido amistoso y acogedor en ese momento me resultó inhóspito y sombrío.

Me reí al descubrir, mal escritos con lápiz, fragmentos de recetas de cocina, porciones de condimentos y los números telefónicos de la farmacia, la carnicería y la miscelánea que ocasionalmente me daban servicio a domicilio. Ahora ninguno de esos datos significaba nada. Comprendí que era inútil seguir allí, a menos que quisiera continuar torturándome con los recuerdos de una vida que acababa de dejar atrás para siempre. Inesperadamente Dorimar entreabrió la puerta para preguntarme si aún iba a tardar mucho. En tal caso –me dijo– estaría en el zaguán para cuando le devolviera las llaves atadas con un ya muy luido listón rojo. No tenía objeto seguir en un departamento que empezaba a parecerme completamente ajeno.

Bajé las escaleras y en el último tramo me detuve para echarle otra mirada al 404. Al hacerlo pensé en lo dolorosa que puede resultar una mudanza. No es fácil despedirse de los vecinos, del barrio, de su algarabía y sus rumores. De pronto, antes de salir, pensé que en el viejo departamento, en donde no había objetos olvidados, quedaban las historias escritas por las patas de los muebles en el piso; y en las paredes, las marcas de los clavos donde dejé, fotografiados, testimonios de una existencia que serán demolidos junto con los muros que la abrigaron.

III

En la calle todo era igual que siempre: las trabajadoras tiraban cubetadas de agua sobre las banquetas, los repartidores de periódico a toda velocidad en sus motocicletas, los vendedores de gas y agua adornaban la mañana con sus pregones y las mujeres se reunían en los quicios para empezar juntas el día.

Era el momento de irse. Antes de tomar rumbo a la estación del Metro me detuve en la panadería sólo para revivir la rutina cotidiana. Esta vez no conversé con la empleada ni ella intentó hacerlo. Al salir tomé un taxi que pasaba y le dije al chofer mi nueva dirección. Imaginé a Lita reclamándome por mi tardanza y quejándose porque los cargadores no habían querido ayudarla a distribuir los muebles, ni siquiera porque les ofreció una buena propina.

Me tranquilizó ver las camas, la mesa, el trinchador, los viejos sillones. Confundidos, en desorden, imaginé que esperaban el momento de empezar a escribir sobre las duelas, desde su quietud y silencio, una nueva historia que principiaba, como las demás, en otra mudanza, tal vez la última.

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