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Opinión

Mar de historias / El dulce olor a lima

Por: Cristina Pacheco

A la memoria de Martha Palau

Cada año, en cuanto se acercaban las vacaciones de verano, invariablemente recibíamos la carta de las tías anunciándonos su visita y, como si fuera necesario darnos explicaciones, los dos principales objetivos de su viaje: ver al doctor y llevar a las boneterías de 5 de Febrero muestras de las carpetas y manteles que tejían siempre bajo luz natural –detalle que, a su parecer, agregaba cierto valor a sus manualidades.

I

En la vivienda de dos cuartos, apenas suficiente para alojar a una familia de siete miembros, la noticia era recibida con agrado, pero más con resignación y el explicable disgusto ante las incomodidades que íbamos a sufrir al tener que cederles nuestros espacios, modificar la disposición de los muebles y, peor aún, nuestras rutinas en cuanto aparecieran las visitantes con sus dos maletas ceñidas con lazos y las ristras de limas que nos traían a modo de regalo.

Ya instaladas, después de darnos los pormenores del viaje, las tías se alternaban para ponernos al tanto de las novedades en el pueblo. En sus relatos, lo único distinto a los de años anteriores eran los nombres de los recién muertos. Al terminar de oír la narración, quedábamos con la certeza de que habíamos hecho lo correcto al salirnos de un pueblo donde no pasaba nada, ni siquiera el tiempo.

II

Después de la comida cedíamos al deseo de probar las deliciosas limas que daban una de sus pocas famas a nuestra región. Al desnudarlas de su piel o partirlas, en la cocina se hacía más intenso el olor de la fruta y como por encanto iban surgiendo presencias que teníamos postergadas: la abuela, cuya fruta predilecta era la lima; la de Joaquín, hábil como nadie para meterse a las huertas a robar el cítrico; la de Clara, que con los frutos sustraídos preparaba exquisitas mermeladas; la de Anastasio, ganador en una competencia dominical entre lanzadores de limas.

El recuerdo de momentos lejanos, en boca de nuestras visitantes cobraba un tinte novedoso y actual, y los seres queridos, ausentes para siempre, parecían recuperar la vida y compartir con nosotros el reducido espacio de la cocina, donde a cada momento se hacía más intenso el fresco y seductor aroma de las limas.

III

La visita anual de las tías se prolongaba durante una semana. Entre las idas al doctor, a la Basílica, la Catedral, Chapultepec, Xochimilco y después a las viejas boneterías del centro, la estancia de nuestras huéspedes pasaba muy rápido. El inminente regreso a su casa anunciaba el nuestro a la rutina con horarios fijos, a las comidas rápidas y en silencio, a las meriendas sin sobremesas animadas.

Entonces, y a punto de verlas partir, empezábamos a valorar a esas mujeres con los rostros sin afeites y el pelo salpicado de canas, con sus vestidos nuevos hechos por ellas sobre el mismo patrón, con su maledicencia inofensiva, con sus historias de aparecidos y fantasmas narradas con la elocuencia suficiente para hacerlas creíbles.

IV

Contra lo previsto, la noche anterior a la partida de nuestras visitantes se alargaba en una sobremesa más animada que otras, llena de tazas de café para espantar el sueño y alusiones a lo recién vivido, como si se tratara de un recuerdo lejano.

Con el amanecer recobrábamos la noción del tiempo y, como buenos anfitriones, nos disponíamos a ayudar en los últimos arreglos y nos esforzábamos por conseguir que cupiera en los belices negros el equipaje aumentado con la compra de regalos para los amigos y artesanías para la casa. Cada pieza iba ya con un destino fijo: las mascaritas, para el comedor; las velas labradas, para el altar; el florero, para la mesa del pasillo, y el espejo, para la sala, que en las horas más tristes había servido como velatorio.

Al fin llegaba el momento de hacer el viaje hasta la estación del tren. Durante el trayecto, surgía a cada momento el temor de encontrar en el camino obstáculos que pusieran el viaje en peligro, el nerviosismo de creer perdidos los boletos o los lentes. Luego, en el andén inundado por el vapor que salía de las máquinas, la apresurada despedida con abrazos, frases de agradecimiento y, por último, la infalible pregunta de alguna de las tías: “Y ustedes, ¿cuándo van por allá?” Sin prestar atención a nuestra respuesta, las mujeres abordaban el carro de segunda, ansiosas por conseguir un buen asiento y llegar a la casa cerrada, muda, silenciosa sin ellas.

V

Ya solos, desmañanados, salíamos de la estación para volver al barrio. Al entrar en nuestra vivienda nos encontrábamos con el desorden que siembra el apresuramiento de la partida, algún objeto olvidado y en la cocina, aún fresco y apetecible, algo del olor de las limas tan lleno de recuerdos: la abuela, Joaquín, Clara, Anastasio…

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