Opinión

La libertad de expresión se convirtió, una vez más, en blanco fácil de la libertad de asesinar

Por: Rael Salvador

La conversión de la razón da paso a lo irracional y el absurdo nos ofrece las más crueles y desoladoras imágenes de los hombres hundidos en sus propias trincheras de terror y escepticismo.

Nada en una guerra es fruto del azar.

Cualquier cable suelto —sobre todo informativo— puede desatar la chispa de una descarga mayor.

De eso se cuida Israel, con anuencia de la comunidad internacional.

Un mundo armado —para hacerse explotar a sí mismo, como ya lo hizo en Hiroshima y Nagasaki (por decir lo menos)— no traerá paz a la población civil. Y si la civilización planetaria no garantiza la sobrevivencia de la especie, no sé qué diablos lo hará.

Con las manos manchadas de tinta, los borbotones de sangre inocente guardan una calidez cercana. Sobra con ver los 20 mil cadáveres de niños palestinos masacrados para sentir la rabia necesaria y estallar en un elegante panfleto incendiario. Es en esta puta parte del guion cuando más vergüenza me da tomar la pluma.

Escribir no basta. Lo sé.

Mas la existencia también me ha enseñado que tampoco el silencio —cómplice en su obscena neutralidad— ayuda en algo.

No sé lo que necesite la estúpida humanidad para corregir el rumbo —este naufragio apocalíptico del que no se ha dejado de hablar desde los tiempos de la Ilíada—; de lo que sí estoy más que seguro, es que la gasolina perturbada de las “creencias” no apaga el ardor del odio ni contiene las agresiones entre seres que se autonombran adalides de la “libertad”, la “verdad” y la “democracia”.

Siguiendo la sutileza de los pasos de Nietzsche, cuanta razón existe en la observación de Jean-Paul Sartre: “Aquel que parte de los hechos jamás llegará a las esencias”. 

Y, como no lo ignoramos, la esencia del conflicto asimétrico del Israel y Palestina tiene raíces podridas en el petróleo —nunca serán tardíos los testimonios de Hannah Arendt—, la inoperancia de la ONU desde su creación —rememoremos el sionismo acaparador de Oriente Próximo—, la política depredadora estadounidense, por no hablar del colonialismo inglés de los pasados siglos XIX y XX.

Quienes ahora escriben la Historia —apuntadores de una miseria fácil—, exhiben los escenarios bélicos llevando el espanto de la imagen a los límites de lo sublime, justificando la hambruna y el genocidio en Gaza en el amparo divino, sosteniendo narrativas escatológicas… que terminarán por dar paso, demasiado tarde —ya recuperada la razón—, a la intervención internacional y finalizar la cruda carnicería de un pueblo abrasado por el Terrorismo celeste.

La apuesta, después de la Segunda Guerra Mundial, fue la educación. Y la educación se nos convirtió en un negocio multimillonario como la misma guerra.

¿La lección de asesinatos de niños palestinos en escuelas de Israel? ¿En las aulas de un mundo futuro?

En esta realidad no hay otra manera ya de imaginar Gaza sino como un cementerio.

Los que han logrado sobrevivir a las marejadas de peste israelí, hoy son asediados de tinieblas, ciegos; muñones como extremidades; rostros perdidos en el fuego de la hechicería bélica; demonios vagando como ratas famélicas en un templo sagrado —su propia tierra—; almas incineradas en el peor de los misterios finales.

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