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Opinión

El último lector | San Agustín en caso de no pecar

Por: Rael Salvador

Todo recuerdo es contemporáneo —lo que la “biomáquina” registra y nadie se salva de ello, dixit (ha dicho) Freud—, y abanico las páginas de “Historia de Cristo” del gran Giovanni Papini y, de manera intencional, transcribo “in profundis” la entrada del prólogo de Victoriano Capánaga: «San Agustín explica la historia de los rodeos y desventuras de su corazón por urgencia del hambre de un manjar interior y superior con que se calman y serenan todos los deseos».

Y ya refiriéndose al diablo florentino, suelta: «Otra alma gemela y profunda de nuestro tiempo, que pertenece a la misma categoría de los grandes famélicos de Dios, Giovanni Papini, dice también, resumiendo en pocas palabras largas aventuras y descarríos de amor y dolor: “Ogni zapore sembrava promesso/ alla mi alecita fame d´Iddio” (Todo sabor parecía prometido/ a mi legítima hambre de Dios”.  

«Todos los sabores y bocados le parecen permitidos a su hambre divina. También su historia, antes de hallar la verdad, la define él mismo: “la melancólica vida de un hombre que quiso por un momento ser Dios”».

Imitando a Norman Mailer —héroe de lo que dimos a llamar “Nuevo Periodismo”—, muchas veces llegué al estado de la megalomanía perfecta asegurando: “Escribo la vida del hijo de Dios, Jesús, en primera persona”. 

Si lo etéreo se rinde a las gracias de Platón —en lo que ve de trascendencia en la idea del bien, la belleza y el alma—, es porque el espíritu tiene pretensiones interesadas: los opiáceos de la dialéctica, humareda que ya se aspiraba en la nunca raída sotana de san Agustín, según la vieja meretriz que se la mamaba cuando éste pecaba en juventud —“¡Apartad a las prostitutas de la vida humana y llenarás el mundo de lujuria!”, decía Hipona, que sabía de lo que hablaba—. Si las iglesias crecen al interior de hombre, los pueblos mágicos se contaminan de santidad, y como si fuesen billetes, los clérigos reparten fajos de esperanza. En los umbrales de los templos, los cuerpos marginados de la carne hacen de la reflexión una trampa negativa. 

En “La Ciudad de Dios”, san Agustín informa: “Los que defienden que Adán y Eva no engendraron hijos en El Paraíso sino pecaban, ¿defienden acaso otra cosa sino que, para aumentar el número de santos, era necesario el pecado del hombre? Porque si no podían engendrar sin pecado, y si no engendraban quedaban solos, para que hubiese ya dos hombres, sino muchos, era necesario el pecado. Imposible defender este absurdo”. (Capítulo XXIII) 

El viejo y docto santo de Hipona, Agustín, sostiene en “De libero arbitrio” —triada de libros, que datan del 387 al 395 d.C.— que no dudemos en atribuir a la obra de Dios “todo aquello donde se vean números, medida y orden”, que es como decir que sólo hay verdad en las estrellas y en la poesía, porque teológicamente toda medida de amor es amar sin medida. 

Desde el pagano transcurrir de los tiempos, hasta la época de nuestra asimetría ante los monoteísmos —academias para enamorados, discípulos, fanáticos y extremistas—, la subjetividad testifica que el Cosmos resultó determinante para la teología y la filosofía y otras artes alquímicas, como la literatura y las ciencias. 

Cada auscultación más allá de los altares, resuelta primero por la precisión del astrolabio musulmán y, después, defraudada por el concilio de lo religioso, vendría a ofrecer rutas estelares a los mitos —y no pocas veces, reafirmo, senderos perdidos a la razón—, conformando así el “Celestial Planisphere” que contemplamos al asomar la imaginación al plano de lo infinito. 

En el esfuerzo por organizar la Creación, el progreso de lo humano —que tecnifica el mundo, a partir de la crudeza de las manos y la imaginación— nos ha ofrecido el genio de la astronomía en el telar mágico de la astrología, para que el poeta se pierda en las profundidades espaciales de su trascendencia, que no es otra que la extraordinaria vitalidad de la palabra y la cifra. 

El reino es descrito por Bertrand Russell: “He deseado saber cómo brillan las estrellas. He intentado comprender el poder pitagórico mediante el cual el número domina sobre el fluir. Lo he conseguido hasta cierto punto. No demasiado”.

raelart@hotmail.com

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