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Opinión

El último lector | Palestina: el libre ballet de las bombas

Por: Rael Salvador

I

Se podría pensar, en una alegoría histórica, que las espadas se transforman en arado después de las batallas. Pero no es así. La declaración de guerra, emitida en Israel la madrugada del sábado anterior, lleva como emblema bélico “Espadas de Hierro”.

Benjamín Netanyahu, primer ministro de Israel, ha indicado que la respuesta de su gobierno es “limpiar la zona de las fuerzas enemigas infiltradas”, así como “cobrar un enorme precio al enemigo y fortalecer otros escenarios para que nadie cometa el error de unirse a esta guerra”.

Mientras tanto, las brigadas de ataque palestinas —conocidas como “Ezzedin Al Qasam”, brazo armado de Hamás (Movimiento de Resistencia Islámica)— afirmaron, en su momento, haber tomado el control de pasos fronterizos y “liberado a prisioneros palestinos” de una cárcel israelí. El portavoz militar de Hamás, Abu Obeida, declaró a la televisión que “el enemigo [Israel] aún no conoce los resultados de esta batalla”.

Un ataque “sorpresa”, sí (2500 misiles o más). Pero lo que no sorprende es la idiotez de un mundo vacío que se llena de guerra: pudrición espiritual, muerte física, incineración, llanto, dolor, orfandad, miseria…

II

Vemos las nubes de humo que pueblan los cielos de guerra. Los dioses estarán contentos ante el incienso de los cuerpos calcinados, el espíritu de los hogares fundidos en el miedo, la aflicción que afecta a los huesos y el alma, el castigo ciego de la despersonalización, la belleza de la vida incinerada.

Los olivos han quedado en el silencio oscuro de las llamas, hay cadáveres de niños, madres y ancianos a lo largo y ancho del camino de las bombas; el diagnóstico de estas noches de terror es amanecer con la supuración aérea de racimos de muerte en un paisaje de precisión demoledora: Palestina, un campo de exterminio moderno.

Así también han quedado las carreteras a ninguna parte —porque Israel, desde hace tiempo, perdió la ruta (nadie se ocupa hoy de señalarle que, en sus rutinarias escaladas de humillación y violencia, él cimentó las avenidas de crueldad, veneno y destrucción)—, con el resultado de cientos de jóvenes masacrados en el ritual de sus juegos, sus bailes, su música, su desenfado, su inconciencia…

Las imágenes de la muerte llegarán hasta nuestros ojos, no para reinterpretar nuestra inhumanidad —ocupados como nos encontramos, viendo el reflejo del sinsentido de nuestras vidas egoístas—, sino para sentir los hilos de sangre caliente escurriendo a borbotones desde la mala conciencia y sellar, en el incendio de una confusión aún más profunda, la aniquilación de un dios contra otro dios, de un hombre contra otro hombre, de una pasión contra otra pasión —porque eso también es el campo de exterminio—, de una nación contra otra nación —en este caso, la “Nación” que le debemos a Palestina (que EEUU, Israel y otros potencias se niegan a reconocer)—, en el descuidado afán de existencia más espectral de los mercados de guerra.

III

En silencio, esas voces calladas, representan la impotencia.

Al consentir que el ruido de las bombas se escuche mejor, facilitan las cortinas de humo que encubren las raíces del conflicto. En tiempos de guerra —y no sólo en ella—, callar es una obscenidad que no permite ver, una desatención alevosa que facilita todo exterminio de vida.

Hablar tampoco sirve de mucho, si los políticos no actúan.

Y si los políticos no actúan, tendremos que hacerlo nosotros —a riesgo de muerte—: la actuación es la mejor voz, porque decidir hacer es la mejor manera de decir.

¿Qué le decimos al mundo? ¿Qué nos dice el mundo y cómo le respondemos?

El abuso idiota que provoca el miedo, pasión de guerra —animal, como todas las pasiones y todas las guerras— que se convierte en un flagrante deporte de excursión bélica, en una competitividad, en una combatividad de invasiones.

Se toma Polonia, se toma Francia, se toma Palestina, se toma Ucrania…

70 décadas del subsidio judío-estadounidense, ONU presente (14 de mayo de 1948), aunado al casi vitalicio cobro alemán por daños de guerra (la exportación de flores y diamantes no da para mucho, pasada la colonización inglesa, con licencia otomana y deberes sionistas), el Estado de Israel ha jugado su miedo en la ruleta de la muerte: al invadir el territorio palestino y expulsar a su población —alegando defensa ante el terror de desaparecer de la faz de la Tierra (después de muchas afrentas, los nazis casi lo consiguen, no vaya a lograrlo la Liga Árabe)—, ha tenido que crear una soberbia maquinaria de guerra, apadrinada por el libre mercado liberal —EEUU (“nos aseguraremos de que Israel tenga todo lo que necesiten para defenderse”, a decir de Biden) y la UE (donde Borrell observa: “Algunas decisiones de Israel son contrarias al Derecho Internacional”), también, en su conjunto, fabricantes y comerciantes de armas a gran escala—, y lo más burdo, erigida Israel como la más ilustre asesora de defensa global, vergonzosamente fracasa en la más obvia escalada en las fronteras robadas: Hamás, el brazo bélico de Palestina, rompe, entra, penetra, avanza, asesina, es abatido y se martiriza…

¿Por ello la Franja de Gaza y sus habitantes —“bestias”, como los llama el ministro de defensa israelí— tienen que ser exterminados?

Desde hace tiempo, la obligatoriedad de la ONU, con ganas y ganancias, ha fracasado: su silencio político —ineficiencia y circunstancia—, hasta el día de hoy, ha permitido el libre ballet de las bombas, las más bufa de las operetas sanguinarias del planeta.

raelart@hotmail.com

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