El último lector | ¡No esperamos a Godot, sino a Santa Claus!
Qué importa que no sea una “verdad histórica”, si igual el cosmos de la infancia se manifiesta agradecido ante el Árbol de Navidad y la mística del Niño de diciembre nos subyuga por contagio: ¡Nada sabemos con certeza! ¡Todo es un jodido misterio! ¡Sólo hay en el ambiente una suave magia que se condensa abriendo la flor de los sentidos!
¿Quién no se ha sentido cómodo ante el sistema ingrávido de esferas y luces que juegan a ser planetas infinitos? ¡La nieve cae en espirales de pétalos lácteos y aviva el sueño en el que, en un momento grande de nuestra existencia, fuimos felices!
¡Que si esto o aquello —Herodes, los Evangelios, la Iglesia de Roma—, a mí que me sirvan más vino!
La pasión y muerte de mis pequeñas necedades dan paso a algo más grande: ¡El acercamiento familiar! ¡La alegría comunitaria! ¡Los villancicos de un tiempo en coincidencia!
¿Que se da en el vientre del consumismo? ¿Que se manifiesta en el friso de la fantasía cristiana? ¿Que husmeamos metafísicas para el consuelo?
No sólo en esta estación —solsticio de invierno, tiempo de quietud— a mí me gusta decir que ¡somos animales que respiramos fábulas!
La fecha de Navidad coincide con las festividad pagana de las Saturnales —celebración romana que marca fin de los trabajos agrícolas— y en la cual se iluminaban fervorosamente las avenidas y se promovía el intercambio de regalos, así como la cenas suntuosas donde la gracia de la alegría humana corría en ríos de bebidas del todo espirituales.
Somos herederos de una serie de símbolos que estimulan la protección divina. ¡Cierta o no, poco importa! Abjurar de la “buena voluntad” —de la “fe” que mueve piñatas a palos— y las virtudes de la especie ganadas a pulso contra la barbarie, nos instala en las antípodas de cualquier razón.
¡No esperamos a Godot, sino a Santa Claus!
A esos ateos a medias infelices que no le hacen feo al pavo y acusan con deleite la espuma del fervor cervecero —ese néctar de los pobres en la Ruta del Vino de Ensenada—, les sugiero que, en este desierto que no cesa de crecer —gracias a los “camellos” de la droga—, se dejen guiar por la estrella de los argumentos válidos: ¡la alegría, la pasión, la bienaventuranza, la cena, el sexo, la Nochebuena…!
¡El sitio donde se viene importa menos que el sitio adonde se va!
¡Qué candil nos niega su iluminación humilde! ¡Qué filosofía materialista abdica ante la naturaleza del pensamiento! ¡Si hasta del carbón apagado una niña puede sacar letras para pintar las paredes del cielo con la palabra “felicidad”!
El cerebro es un pesebre —rodeado de paja, vacas, asnos y estudios cursados— donde también nace, cada 25 de diciembre, el Niño de Nazaret o de Belén (que todavía no hay acuerdo ni consenso al respecto).
Pero qué importa que no sea una “verdad histórica”, si igual el cosmos de la infancia ya eligió el desenfreno de las ilusiones en la belleza de la festividad navideña y, cómo no reconocerlo, ¡ahora nos regala —con el cristal del alma vuelto sidra— una época de dicha!
¡Felices fiestas a todos!
raelart@hotmail.com