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Opinión

El último lector | “La náusea”, esa terrorífica maravilla

Por: Rael Salvador

Leí “La náusea”, ese pequeño librito terrorífico de Sartre, en mi juventud.

Recién egresado de la Normal Urbana Estatal cubría un interinato al sur de Ensenada. Mientras esperábamos el aventón del profesor Emilio Vergara, nuestro director, Sofía Domínguez —compañera de ruta a la escuela— hacía sonar el disco de “Pedro y el lobo”, composición sinfónica de Serguéi Prokófiev y, a la mejor manera de Aaron Copland, alucinabamos el tema haciendo grave acopio del instructor pedagógico, quien dividió este placer de escuchar música en tres vertientes: Plano Sensual (el placer que produce el sonido musical), seguido por el Plano Expresivo (lugar donde la música nos dice algo concreto… Vivaldi: flores, nubes, viento, hojas secas, nieve, por ejemplo), terminando con el Plano Musical (sumando las dos anteriores, le agregamos que todo en el mundo de la música está “detonado” —explotado, como juvenil cabeza de león silvestre— en infinidad de notas concretas y manipulables).

Mientras todo esto sucedía, minutos antes de mediodía —en ese 1982, laborabamos en el Turno Vespertino de la Escuela primaria “José Ma. Morelos y Pavón”, ubicada en Maneadero—, yo le daba con toda mi saliva a las maravillosas páginas de “La náusea”.

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El 15 de abril de 1980, a medias de mi formación magisterial, los noticieros internacionales dan a conocer la muerte de Jean-Paul Sartre (nacido en París, el año de 1905): exhiben en la TV una larga procesión de fieles existencialistas, intelectuales de la época y camaradas maoístas (se habla de 50 mil personas en las calles que, con un silencio de murmullos tristes —que dificulta el avance de la carroza—, homenajeaban al intelectual más grande del Siglo XX). Simone de Beauvoir encabeza el cortejo fúnebre, después abrazar largo tiempo el frío cadáver del viejo mandarín, de 75 años, autor de “Los caminos de la libertad”, “El ser y la nada” y “La crítica de la razón dialéctica”.

Se está vivo un segundo antes de morir, y Sartre, ciego —una ruina gangrenada—, aún reverencial, alcanza a decir: “Le quiero mucho, amado Castor…” (Su acostumbrado “Bièvre” —Castor— por Beauvoir, que sonoriza su vínculo).


Entonces ella, que tanto le amó, escribe: «He aquí el primero de mis libros —sin duda el único— que usted no habrá leído antes de ser impreso. Le está enteramente consagrado, pero no le atañe» (Prefacio de “La ceremonia des adieux”, Editions Gallimard, 1981).

Todo ello sensibiliza mis pasos y, como lo hacía en aquel tiempo, recorro la zona céntrica de la ciudad, en esa ocasión para hacerme de algunos libros de Sartre —“El muro” y “La náusea”— en la emblemática Librería España, ubicada en la Avenida Ruiz, entre calle Segunda y Tercera, madriguera de oro para lectores de primer orden (yo apenas era un imberbe iniciado).

“La náusea” exhibe a un hombre, Antoine Roquentin, sin pudor ni cortapisas —quizá ahí radica lo interesante de la narración (suma de cuadernillos bufos, con carácter de diario de camarero ebrio)—, que hace de la soledad una patología de la absurda viscosidad que se abandona al delirio fluctuante de toda jalea escatológica…

“El pasado es un lujo de propietario —nos dice el personaje—. ¿Dónde había de conservar yo el mío? Nadie se mete el pasado en el bolsillo; hay que tener una casa para acomodarlo. Mi cuerpo es lo único que poseo; un hombre solo, con su cuerpo, no puede detener los recuerdos”.

¿Asalto de una sensación por todos conocida? ¿La doncella esquizofrenia haciendo uso de su electricidad alfabética en nuestra carne bofa?

Quizá a esta enfermedad metafísica —nombrar al mundo a partir de ciertas lecturas— deberíamos de llamarle, como tos fluctuante, existencialismo tardío.

Una escuela de recuerdos, sí, que no hace otra cosa sino sustituir el pensamiento por páginas que destilan pinturitas paranoicas —pataleando en medio de un incendio espiritual— al mejor estilo de Salvador Dalí.

raelart@hotmail.com

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