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Opinión

El último lector | Islas Malvinas, 40 años: muertos sin sepultura

Por: Rael Salvador

Viernes 2 de abril de 1982, un nutrido grupo de alumnos —a unas semanas de egresar y justificando “prácticas de campo” concluyentes— realiza preparativos de viaje a la Paz, Baja California Sur. 

(En cuatro años cursados, la formación que recibimos como estudiantes es pequeñoburguesa; a lo largo de ocho semestres, sólo dos maestros se adentraron a tocar las problemáticas sociales a fondo —la matanza de Tlatelolco, la guerrilla en México, la Operación Cóndor, la polaridad de la “Guerra Fría”, Vietnam…—; uno de ellos fue el profesor Luis Pavía López, poeta y escritor; el otro llevó por nombre Cirilo Flores Sánchez, quien —sin ser maestro asignado al grupo “B”, generación 1978-1982— en sus paripatéticas rondas por la institución nos ofreció noticias del Che Guevara, las “Panteras Negras”, la Revolución Cubana o las ardientes dictaduras en Sudamérica.)    

Ya montados —el mes de junio— en el camión oficial de la Escuela Normal Estatal de Ensenada, con hieleras de cerveza y profesorcillos vigilantes y vacilantes, la noticia en la prensa internacional de esas largas semanas del 82 era la remarcada cantinela de que “Argentina reconquista las Islas Malvinas”.  

Han pasado 40 años desde entonces —las islas (Falkland islands) continúan en dominio del Reino Unido, desde 1833 (año en que fueron arrebatadas del archipiélago remoto del Atlántico Sur)— y las acciones contabilizadas hasta hoy son un agujero de angustia, infortunio y dolor; en la inflexión bélica los muertos de la conflagración de 10 semanas inútiles se suman por centenas (más de seis).

Inútiles en todo los sentidos: malcomidos, malsufridos, malenterrados, malidentificados, maladministrados por los Secretarios de la Muerte —compatriotas de la Junta Militar— en un auténtico “carnaval de huesos”.   

The Wall”, una metáfora de guerra de Pink Floyd, no dejaba de sonar por la carretera, apoyado por un ejército de baterías —para grabadora— más débiles en efectividad y duración que las tristes tropas enviadas por la dictadura argentina. 

El hijo de puta de Leopoldo Fortunato Galtieri —que continuó los pasos sanguinarios de Jorge Rafael Videla, cabeza de la dictadura militar implantada en el golpe de 1976 y que sólo el año de 1983 tendría su “Punto Final”—, en una descabellada felonía, haciendo valer su investidura de “teniente coronel y presidente de facto” (renunciante en la derrota), grabó a fuego la muerte de jóvenes que, encasquetado su corazón en un rancio y fatuo sentimiento patrio, de factura mesiánica, partieron a la encomienda suicida. 

Digo “hijo de puta”, con la venia que me ofrece el canto de la época, el reclamo popular, la cita fiel, la corroboración bibliográfica: «Después de 1976 —narra Leila Guerriero en su libro “La otra guerra. Una historia del cementerio argentino en las islas Malvinas” (Nuevos cuadernos Anagrama, 2021)— el régimen había secuestrado y asesinado a miles de ciudadanos, suprimiendo el derecho a huelga y prohibiendo la actividad gremial. Aun así, cincuenta mil personas convergieron en la manifestación [en Plaza de Mayo] que se realizó bajo el lema de “Paz, Pan y Trabajo”, entre gritos de “Galtieri, hijo de puta”, y terminó con enfrentamientos salvajes y más de tres mil detenidos».

Lo curioso es que dos días después, 2 de abril de 1982 —cuando unos, los del Sur, desembarcaban en las fauces de la muerte, y otros, los del Norte, se embarcaban en viaje de estudios finales—, en «la misma plaza [de Mayo], cien mil ciudadanos eufóricos alzaban banderas patrias y enarbolaban carteles con la leyenda “Viva nuestra marina”, mientras un grito fervoroso avanzaba como la proa de un barco bestial: “¡Galtieri, Galtieri!”».

La dualidad del pensamiento movilizado reducido a su mínima expresión. Y el persistente resplandor serial en los noticieros: “¡No es nada la guerra, vamos ganando!”.

El trabajo de Leila Guerriero es una Luna que avienta luz cruda a un acantilado de cadáveres sin sepultura: “El ejército inglés, que había sufrido 225 bajas, envió a las islas a un oficial de treinta y dos años llamado Geoffrey Cardozo con el fin de ayudar a las tropas en la posguerra”, y Cardozo encontró un panorama desolador e inesperado: “¡Los cuerpos de los combatientes argentinos seguían esparcidos en el campo de batalla!”. 

Geoffrey Cardozo recibe la orden de armar un cementerio en el istmo de Darwin, ahí ejerció oficios fúnebres a los insepultos y, de igual manera, a los sepultados —detallando sus pertenencia: carnets, documentos, placas de identificación—, quedando no pocos sin identificar (122, de 239 cuerpos).    

En las cruces de los que no tenían dato alguno, sólo la muerte, grabó una leyenda: “Soldado argentino sólo conocido por Dios”. Luego Cardozo regresó a Inglaterra.

Pasado el tiempo, agosto de 2018, Cardozo vuelve a Argentina invitado por el gobierno: recibe una Mención de Honor por la Cámara de Senadores por su trabajo de identificación de sus enemigos caídos en guerra, los cadáveres sin sepultura que la Junta Militar no se hizo cargo y que en este tiempo (la segunda década del siglo XXI) han sido reclasificados en el cementerio Darwin —no ajenos a pugnas entre el poder político y los dolientes— por un importante Equipo de Antropología Forense.   

Joven heroicidad de hombres transformados en nombres de bronce (después de una “pequeña” demora de tres décadas y media).  

En un paginado crucial, Cardozo no olvida lo que su jefe le ha dicho: “Geoffrey, tienes que enterrar a estos soldados, es humanitario”. Cosa normal en el Reino Unido: “Al ser un país con colonias, tenemos cementerios por todo el mundo”.

Y yo recuerdo —y lo confirmo observando las imágenes de la travesía normalista— que para la ocasión me había disfrazado de guerrillero, como el “Juglar de América”, Leonardo Fabio, quien así ataviado subía a los escenarios en el exilio de la dictadura (ahora que escucho “Para el pueblo…” de Piero): pantalón camuflado, camiseta verde y un paliacate de furia roja al cuello (he de confesar que me veía peor que el payaso de Zelenski (mandamás de Ucrania, obediente de la OTAN): impostado y excéntricamente caricaturizado).   

El lunes 14 de junio de 1982 —que cayó en martes este 2022—, setenta y cuatro días después de dubitativos y carniceros oleajes de sangre, frío, temor, deflagración y muerte, la fatídica guerra de las Malvinas concluye: “el comandante británico Jeremy Moore aceptó la rendición del general argentino Mario Benjamín Menéndez”, y entre fotografías de la época y páginas del libro de Leila Guerriero, todavía después de 40 años continúo estupefacto por las siempre absurdas y estúpidas “justificaciones” oficiales que llaman a guerra —como el hijo de puta de Leopoldo Fortunato Galtieri*— y jamás se hacen presentes en ellas para plantar cara a la Muerte.

Al finalizar la guerra en el archipiélago remoto del Atlántico Sur, la inauguración de la Copa Mundial de Fútbol de “España 1982” nos toma a todos baja el agua de La Paz. 

Hay viajes de los que no se vuelve, ni se va; por ello la vacía cuña del “Cenotafio”.

*Los tribunales de la Historia —argentina e internacional—, hicieron “justicia” con Galtieri (indultado por el presidente Menem, en 1990) sólo con unos cuantos días de encierro domiciliario, acusado de “incompetencia” como jefe militar en la guerra de las Malvinas. 

raelart@hotmail.com

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