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Opinión

El último lector | Existencialismos

Por: Rael Salvador

I
Luna morada

Eran las tres de la tarde y me levanté. En la boca del vaso de agua había una Luna morada. Yo pensaba en Albert Camus. “No es justa tu muerte”, decía. La tenue luz de la ventana me transportaba a la media noche. Recordé entonces que era miércoles y que habría en Dorian’s una especial de gabardinas.

II
Camisa verde


Eran las cuatro de la tarde, las cobijas hervían en olas de colores. En el buró, junto al jarrón de los claveles rojos, Sartre se enojaba de la ingenuidad de Camus. Me levanté y busqué en el librero “Los mandarines” de Simone Beauvoir, mientras mis pies desnudos levitaban sobre la camisa verde.

III
Pirámide de Keops


Eran las cinco de la tarde y el sueño abría su puerta a mi habitación desolada. Me levanté y tomé un libro del piso. Albert Camus me da la sensación de ser hijo de padre tibetano. Observo una postal en el librero y veo el estrabismo de Jean-Paul Sartre, un camello dorado y la pirámide de Keops a su espalda. Esta noche cenaré langosta como un gato.

IV
Lluvia de letras


Eran las seis de la tarde y parecía un náufrago en el desierto. La tibieza de la cama no me tranquilizaba. Leía y aventaba los periódicos hacia el techo; luego me doblé tomando los calcetines con la mano y me levanté. En el librero había sólo libros de Albert Camus; me regresé a la cama, sustraje un paraguas de la cómoda y me protegí de la lluvia de letras y pesados anuncios publicitarios.

V
Bayonetas nazis


Eran las siete de la tarde y el Sol menguaba como un plátano pasado por las bayonetas de los nazis. Simone Beauvoir tocaba a mi puerta, mientras Jean-Paul Sartre esperaba fumando en un auto europeo. Me levanté y vi que el pez dorado hacía burbujas en la pecera. Sonreí igual a Albert Camus y puse un disco de Louis Armstrong. Todos soñábamos algo, entonces nunca fui a la guerra.

VI
Partituras húmedas


Eran las ocho de la noche y la Luna llena en la neblina parecía un ataque de asma. Me levanté y encendí una fogata sobre el tapete persa. A esa hora una mujer cantaba cosas verdes bajo la regadera. Tomé un libro del estante y traté de traducir su algarabía a través de partituras húmedas. Me quedé acariciando el techo con la mirada. Afuera una bicicleta choca contra la cerca de madera y un hombre que se dice llamar Marc Chagall pregunta por Albert Camus, después se echa a volar. “Espérame”, dijo un gorrión. Entonces fui a la consola del sueño, me cubrí con el edredón y puse “La vie en rose” de Edith Piaf.

VII
Hilos de plata


Eran las nueve de la noche y la ciudad parecía un escarabajo herido de diamantes amarillos. Me levanté y abrí la ventana, todas las palomas escaparon y me quedé con medio libro de whisky en la mirada. Tomé mi pipa y eché las cenizas de Albert Camus; esperé a que la gabardina hiciera efecto en mi corazón; luego me senté frente a la máquina de coser y me puse a escribir con hilos de plata “El extranjero”.

VIII
El sobre azul


Eran las diez de la noche y Jean-Paul Sartre me miraba interrogándose sobre algo. “Toma mis poemas”, dije. No contestó nada. Albert Camus abrió la puerta y entró, apartó los periódicos atrasados y se acostó en la cama revuelta. Traía un sobre azul en la mano. “Es para ti”, dijo tras la cortina de humo de su cigarro Gitanes, y me lo pasó. Jean-Paul Sartre seguía con su indecorosa actitud interrogante. Abrí el sobre y ahí estaba la respuesta. Cuando levanté la vista, en la habitación ya no había nadie.

IX
La magia verbal


Eran las once de la noche y Henry Miller se encontraba en el césped, bajo el naranjo, manoseando deliciosamente a June. Era tarde ya y, después de cenar, Anaïs Nin y Albert Camus discutían algo sobre la naturaleza milagrosa del hombre. Caminé por la habitación con un libro en las manos, escuchando la magia verbal de “L’éstranger”; en un momento dado corrí al buró, tomé la pluma y escribí en la almohada: “Las tentaciones de Dios siempre han sido para la humanidad más peligrosas que las de Satán”.

X
Hombres rebeldes


Ya son las doce de la noche y tres terroristas argelinos entran disimuladamente armados a un “table-dance”. Se colocan en diversas partes del local y, a un momento dado, amenazan a los parroquianos y lanzan una granada a los de la barra; roban el dinero de la caja y se llevan todas las botellas de licor importado. Antes amagan a las danzarinas desnudas y las secuestran. Alguien en el camino dice: “Todo lo que sirve para la revolución es moral”. Y terminan ebrios en una playa lejana bajo un Sol monótono.

raelart@hotmail.com

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