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Opinión

El último lector | Elogio a la vida

Por: Rael Salvador

Acunar lo naciente, sostener lo que se sabe, ofrecer libertad a lo que pide alas… son modos de elevar aquello que se ama. 

Felicidad y fatalidad, dos caras de una misma moneda: “Quién sabe —dice Eurípides—, puede que la vida sea muerte, y la muerte, vida”.   

La existencia se manifiesta en un renacer constante de vitalidad, fuerza cíclica que nos hace conscientes de la belleza y su infinitud formas. ¿Qué echamos de menos si navegamos siempre, sueño a sueño, por el recreado cosmos de las estaciones cambiantes?

Así como la flor, entre hoscas grietas de concreto, pasa a ser imperativo de esperanza: la vida, en sí misma, es un elogio en su más alta rebelión.

Fiódor Dostoievski, en el siglo XIX, emborronó en su libreta la profundidad de las siguientes palabras: “Entre más oscura es la noche, más brillan las estrellas” —que, en su precisión y hermosura, son un símbolo de resistencia—, para que merecidamente el escritor inglés Tony Cliff titulara la biografía de León Trotsky en su cuarto y último volumen. Y, más allá de ello —o por ello mismo—, el poeta elogiará con su verso, en la infinita noche de los tiempos, a su amada: “Para las estrellas, negro lienzo tu cabellera”. 

Por esa sonrisa interior, que es una especie de luz que juega con nuestra mirada, la vida es también, en su innegable aspiración de mayorías, voluntad de virtud y morada de culturas, sin importar su filiación humana…

Porque, a pesar de todo, existen los cuadros de Monet —iris y nenúfares galácticos—, que son desfiles de alegría refinada en los alcanzables cielos del placer terrestre.   

Porque aún podemos escuchar “Signature Philip Glass” de Angèle Dubeau & La Pità, esa gloria de violines y piano que semeja una tierna cascada polar narrada desde un mundo cercano…

Porque todavía logramos paginar las obras de la antigüedad —Heráclito, Platón, Aristóteles, Lucrecio, Horacio, Marco Aurelio…—, en su grata combinación de sabidurías con las cuales sentirnos templar el presente.  

Porque mientras exista un póster de Che Guevara en la habitación de un adolescente, los traidores a su propia vida tendrán que atravesar la pared, derribar el muro, echar abajo —tabique tras tabique— la certidumbre que gratifica la dignidad humana, ya sea en Palestina o Latinoamérica o en cualquier asediado rincón del planeta.

Porque todavía brilla el paisaje de una estética en beneficio de la ética de la existencia.

Porque dulces son las aguas de la vida y amargas las aguas de la muerte.

Ahora que los niños son asesinados, aún sin haber nacido (faltos de probetas, en hospitales derruidos, sin energía elemental y médicos identificados como “terroristas”), en el moderno primitivismo de una guerra que no les pertenece, carentes de un clima de paz y enfrentados a los caminos de la lógica del odio, sabemos que el mal absoluto jamás vence del todo. 

¡Y es aquí, a partir de ese “todo” —o por ello mismo—, donde hay que insistir con valentía que la vida es un elogio en su más alta rebelión!

En su poema “A los hombres futuros”, ayudado por el eco del tiempo —emanado de la miel y el humo de la Segunda Guerra Mundial— un amigo alemán nos dice: “Yo, Bertolt Brecht, nací en tiempos difíciles. Pero ustedes que sobrevivirán a la marea en la que nosotros perecimos, recuerden que también el odio contra la bajeza endurece los rasgos, que también la cólera contra la injusticia enronquece la voz. Nosotros, que quisimos preparar el camino para la bondad, no pudimos ser bondadosos, pero ustedes, que vivirán en el momento en que el hombre va a ser un amigo del hombre, traten de recordarnos con indulgencia”.  

Anteponiendo vida y verdad, el lenguaje no se permite —en tiempos de ratas y flores— la debilidad cómplice de silenciar la belleza ni la violencia.

raelart@hotmail.com

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