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Opinión

El último lector | Armonías de Werckmeister

Por: Rael Salvador

Las parrafadas László Krasznahorkai (Hungría, 1954) son oleajes de una bravura germinal, como esos arrebatos que, en apariencia —sólo en ella—, se discursan interminablemente en la ebriedad onírica de una pasión traicionada: un puñado de ideas heridas que danzan —en mutuo auxilio mágico— para formar la armonía agónica de un Sistema Solar.

De la novela “Melancolía de la resistencia” (Editorial Acantilado, 1989), el formidable cineasta que es Béla Tarr (Hungría, 1955) rehace desde la óptica newtoniana —y de la mano de Ágnes Hranitzky— una parcela del océano de palabras de Krasznahorkai y crea la belleza insondable de “Armonías de Werckmeister”.

Podría aventurar que “Armonías de Werckmeister” (estrenada en 2001) retrata una gradual y paulatina historia donde la velocidad de la luz genera un entusiasmo primigenio que revitaliza las oscuridades más abisales del subconsciente, lugar donde “la perdida de las ilusiones —como sentencia Jacques Rancière— ya no dice gran cosa sobre nuestro mundo”.

Demasiado trillado conocer a alguien por su dolor, ya que lo excepcional será conocerlo por su amor.

János, el joven protagonista —soñador de silencios y ojos de Dionisos—, reinaugura todas las noches su teatro de alcohol en el bar rural, lugar comunitario donde los borrachos se convierten en astros, lunas, planetas…

¿En qué consiste esta extraña maravilla fílmica? ¿En la poderosa fachada de János, mitad príncipe de las ilusiones y mitad tonelero de tres centavos? ¿Es la música de Víg Mihály, esa partitura de tersura monótona, tan deliciosa como senos de seda y esperanza?

Por partes iguales, punk y ángel, János instaura —entre pastores, campesinos, cazadores e idiotas de rincón— la embriaguez del origen humano y nos arrulla con un vals de piedras girando en la nada filosófica, logrando el milagro de equilibrar emociones y pulimentar diamantes, como si el Universo se encontrara en el bolsillo del elogio y la gloria a la vuelta de la esquina…

El film está compuesto en el ojo vernáculo de la ballena y la revuelta civil, en un manicomio tomado por asalto y lo valioso de la amistad antigua…

¡Aquello que, al abandonar el espíritu de Séneca, las palabras ya no pueden advertir, mucho menos decir!: la traslación de Krasznahorkai a Tarr.

¡Espinas de luz en las tinieblas del deseo! ¡Misterio total en las cosas doblemente tontas! ¡Perplejidad en esa capacidad que poseen los seres más mediocres de recuperar su dignidad!

Uno, por más que lo desee, lo quiera o lo pretenda, lo demande o lo exija, no saldrá indemne de esa paz turbulenta que es encontrarse con la epifanía cinematográfica por excelencia…

Sí, es el ritual del tiempo en su templo: la orgía de luces que se intersectan para dar nacimiento a las estrellas en la cúpula del cráneo —alegoría inversa a la caverna de Platón—, comunión pagana a la que arrastra el séptimo arte… Y después de ello, tiende uno a acariciar al gato, a precipitarse hacia el fresco de la ventana, a abrir cualquier diccionario y fijar los ojos en la honestidad del perro, intentar una llamada que no se hace, alzar la mirada hacia Orión, tomar un bombón de araña entre las yemas o equilibrar el lápiz en la uña como si se tratara de un relámpago domesticado, apretar los labios, pasar el trago con dificultad, maldecir con lágrimas la alegría que en ese instante inunda la impostación de la sonrisa y hace pensar seriamente en los tristes despojos de la existencia…

Luego, cuando corren a todos después de armar el barullo cósmico, vemos a János caminar y caminar —en la acción del blanco y negro, que es el característico e hipnótico plano secuencia de Béla Tarr— y la música de Víg Mihály cae como nieve en el incendio metafísico que acaba de provocar, y lo que hemos visto o creímos ver es sólo la “armonía” del deseo que dibuja lo divino con dedos frágiles.

raelart@hotmail.com

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