El último lector | Albert Camus & María Casares: Correspondencia
Me conmueve leer cartas.
No como un mago astuto o una tarotista de esquina cósmica.
No así.
Me complace escudriñar entre la escrita fragancia de las hojas, saborear la música de tinta y observar cómo el alma barajea sus apasionados alfabetos de luz y sentido.
Relamido en caligrafías y deslices de pluma, me sigue pareciendo un gusto sublime, fino, lleno de belleza y realidad.
Es la intención del escriba que, sin ninguna otra posibilidad, hunde su imaginario en la carne del deseo, reblandeciendo la blancura en un palpitar resplandeciente, como el milagro en las esculturas de Bernini.
Mi reciente lectura sobre el tema ha sido “Albert Camus / María Casares: Correspondencia, 1944-1959” (Debate, 2023), vigorosa edición que ofrece las intermitentes misivas entre la actriz española (hija de Santiago Casares Quiroga) y el premio Nobel de Literatura 1957, un genuino lazo de intimidad que se sostiene en 865 cartas de reflexión, amor y compromiso humano, tras 12 años de intensificar el idilio.
La compilación viene precedida por la visión de Catherine Camus, hija del autor de “El extranjero”; prólogo de una sencillez sensible, que determina la aceptación y ofrece la anuencia del romance —admitiendo la infidelidad nada extraordinaria en el caso de un hombre como Camus—, honrando la lealtad del padre en ese tiempo «que refleja con claridad la evidencia irresistible que caracterizó su amor».
«Todas las grandes acciones y todos los grandes pensamientos tienen un comienzo irrisorio —escribe Camus en el “El mito de Sísifo”—. Las grandes obras nacen con frecuencia a la vuelta de una esquina o en la puerta de un restaurante. Lo mismo sucede con la absurdidad. El mundo absurdo más que ninguno es noble por ese nacimiento miserable».
Me gusta eso de la “esquina” y “la puerta”, porque cada vez que Camus aparecía con María Casares en los restaurantes de París los músicos, lívidos, atacaban la lírica de “La Vie en Rose”: «Ojos que me hacen bajar los míos. / Una risa que se pierde en su boca. / Aquí está el retrato sin retoque / del hombre al que pertenezco».
Y en verdad existe el retrato hecho con dulces palabras incendiarias, porque en esa acumulación de experiencias y sentimientos transmitidos —más que un epistolario, una romance biográfico, lección para un siglo donde el sexo ha tomado ya el rubro del desencanto— el momento precioso se encuentra en una carta de María Casares al hombre de la gabardina, que se expresa en las palabras siguientes:
«La resignación cede el sitio a una impaciencia que me deja agotada y la modesta filosofía personal que me había fabricado se desploma ante esta necesidad vital que tengo de ti, de tu boca, de tus ojos, de tus miradas, de tu cabeza apoyada en mí, de tus manos en mí, de tus brazos alrededor de mí, de tus palabras ahogadas, de tu sonrisa, tan diáfana, de tu risa ingenua, de tus hombros curvándose alrededor de mí, de tus piernas duras enredadas a las mías, de tus perfiles perdidos contra el fondo del cielo en mis ventanas, de tu cuerpo pesado encima del mío, de tus caricias, de tus paseos interminables por mi cuarto, de tus entradas, de tus salidas, de tu voz atenuada al teléfono, de tu brutalidad, de tu dulzura, de tu amistad, de tu deseo, de tu amor, de ti, de ti entero, por dentro, por fuera, de ti entero tan hecho para mí, tan cerca de mí, tan parecido, tan prodigiosamente parecido a todo cuanto deseo…». (18 de febrero de 1951, domingo / Carta 415.)
En este caso, palabra por palabra, lo mejor no es enemigo de lo bueno.
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