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Opinión

Carlos Pereda, el filósofo uruguayo

Por: Elena Poniatowska / La Jornada

Siempre veía a un hombre delgado y complaciente que parecía estar contento entre tantas mujeres en casa de la suya, la compositora Marcela Rodríguez. Aguantaba a todas las que asistíamos a El Hábito y aplaudíamos las ocurrencias de Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe, que se prolongaban más allá del escenario. Todos los asistentes eran personalidades acostumbradas a arrebatarse la palabra y a discutir con un tequila en la mano. ¿No se cansará Carlos Pereda?, pregunté al hijo de El Caníbal; me explicó: Por eso es filósofo; a los filósofos les enseñan a armarse de paciencia.

Carlos Pereda, casado con la compositora Marcela Rodríguez, resultó no sólo paciente, sino muy participativo y manga ancha. Sus ojos nunca perdieron brillo, y su voz se resignó a irse filosóficamente entre las voces de las siempre nutridas concurrencias femeninas. Con sólo verlo, me hizo querer más a Uruguay, porque recordé el amor y la admiración que Guillermo Haro sintió por Liber Seregni, a quien recibió en Tonantzintla. También recordé a Eduardo Galeano, quien llegó a la calle Morena 430, mi casa, después de transformarse en la sede de la editorial Siglo XXI, tras la infamia cometida contra Arnaldo Orfila Reynal y su mujer, Laurette Séjourné, en el sexenio de Díaz Ordaz.

Hoy, Carlos Pereda y su esposa, así como sus hijos, Cata y Nicolás, siempre en Nueva York, son mis vecinos y puedo ir a pie a su casa por el camellón arbolado que recorre la avenida Miguel Ángel de Quevedo.

–Carlos, ¿cómo entraste a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)? ¿Cuándo llegaste de Uruguay?

–Vine desde Alemania. Terminé el doctorado en la Universidad de Constanza, en lo que era la República Occidental de Alemania. Estaba viendo las posibilidades de viajar a América Latina, porque Uruguay vivía una horrible dictadura; asistí a una conferencia de Iván Ilich, en Zúrich, y le pedí que me diera algunas direcciones. Respondió: Le voy a dar la de un hombre que siempre está ocupado pero que le va a dar buenas indicaciones en México. Luis Villoro. Le voy a dar también el de un filósofo catalán que lo invitará a comer, pero no lo va a ayudar mucho. Ramón Xirau.

Pereda escribió a los dos y como previó Ana María y Ramón Xirau lo invitaron a comer; Luis Villoro le ofreció dar clase en la Universidad Metropolitana, que se iniciaba en Iztapalapa.

–Mi hijo Emmanuel Haro está en la Facultad de Física, en Iztapalapa.

–Yo estuve feliz en Iztapalapa, salvo por un problema: tardar más de dos horas y media para llegar a mi facultad.

–¿Dónde vivías?

–Por Coyoacán, pero, ¡ah!, de acá a Iztapalapa son dos horas o dos y media en pesero. En cuanto llegué a México me hice muy amigo de Carlos Pereyra.

–Era una maravilla, gran cuate de Monsiváis. Se casó con mi prima o mi sobrina, Corina Iturbe.

–Sí, Pereyra era íntimo de Carlos y me propuso: ¿Por qué no te cambias a la UNAM y luego al Instituto de Investigaciones Filosóficas?

“Mi llegada a México fue muy fácil y me sentía muy bien, tanto en Iztapalapa como en la UNAM; me sentí en casa. Nunca tuve un problema. Cuando llegué se hizo el primer Congreso Nacional de Filosofía en Morelia, y Carlos Pereyra me dijo: ‘Mira, ya está todo organizado. ¿Por qué no hablas con Sánchez Vázquez y le explicas que acabas de llegar y que te da un lugar?’ Así lo hice, y Sánchez Vázquez me dijo: ‘Con gusto, puedes participar en el Congreso’. Era un momento cultural cálido y muy diferente al actual.”

–Todo mundo se conocía y caminaba en la misma dirección.

–Además, el marxismo estaba presente, y estar en favor o en contra del marxismo ocupaba un lugar muy importante en la facultad y en la vida cultural de México.

–Adolfo Sánchez era un gran marxista.

–Era el gran marxista del México moderno.

–Fui a entrevistarlo a su departamento de Polanco, y he de haberle parecido una Firulais, porque no hizo más que reír.

–Era un ambiente al mismo tiempo de conflictos, porque incluso la gente que se oponía ideológicamente entre sí, como Sánchez Vázquez o Fernando Salmerón, eran amigos en algún sentido.

–Hubiera entrado Sánchez Vázquez a El Colegio Nacional y no Fernando Salmerón… También fue una injusticia que no entrara Leopoldo Zea.

–La situación es un poco diferente en México, más compleja y más llena de hostilidades. Bueno, creo que toda la complejidad lleva en sí algunas hostilidades.

–¿Te hiciste amigo de Leopoldo Zea?

–No, le hice una entrevista, pero nunca estuve cerca de él; en realidad estuve más cerca de Liliana Bimmer, que resultó ser la nuera de Leopoldo Zea. En realidad, al que conocí más de esa época fue por un lado a Luis Villoro y a Alejandro Rossi y por otro, a Isa y Fran Salmerón. En la facultad traté a Sánchez Vázquez, quien era de los viejos. De los jóvenes, me hice muy amigo de Carlos Pereyra, y también tuve bastante relación con Bolívar Echeverría.

–Bolívar, quién nunca debió morir…

–Bueno, Carlos Pereyra tampoco debió morir antes. Y Bolívar, que falleció también relativamente joven y, si mal no recuerdo, se fue de un ataque al corazón.

–Sí, en ese tiempo Marta Lamas se hizo muy amiga de Raquel Serur, su mujer, quien lo acompañó en una operación a corazón abierto. Monsiváis adoraba a Bolívar, y Marta Lamas también. Comían juntos los cuatro, los domingos.

–El ambiente era en ese momento poco distinto al actual, porque en un polo estaba el marxismo y en otro los latinoamericanistas.

–Y la publicación de México y los mexicanos. Recuerdo que Jorge Portilla era muy vehemente y que Emilio Uranga me cayó mal… Todo mundo hacía caso a Jorge Portilla, quien daba cátedra sentado en la alfombra de la casa de Elena Garro.

–No conocí a uno solo del grupo de los Hiperiones y, extrañamente, en los tiempos recientes ha sido traducida al inglés La fenomenología del relajo, de Jorge Portilla. Todos los del grupo Hiperión habían muerto cuando llegué a México, salvo Villoro y Leopoldo Zea, que ya no pertenecía a ese grupo.

–Leopoldo se dedicó a México y a América Latina. Lo conocí en Chimalistac con su primera mujer, que escribía en el periódico con el sinónimo de Pastitos…

–La segunda parte del siglo XX, el filósofo más importante es Luis Villoro; dejó una obra más perdurable y un poco extraña, porque empieza y termina con un interés por los indígenas mexicanos y en medio se dedica a la filosofía analítica…

–Tuvo intereses muy distintos.

–Se dedicó a rendir tributo al movimiento zapatista. Se fue a vivir a Chiapas, y ahí pidió ser enterrado bajo un árbol… Él escogió un árbol, dijo: Aquí quiero que me entierren con los zapatistas, debajo de este árbol.

–Los zapatistas lo adoran. Luis Villoro le hizo un enorme favor al subcomandante Marcos rindiéndole un homenaje que nadie le ha rendido.

–Sí, bueno y su último libro, Los años del porvenir, es de compromiso con el zapatismo.

–Luis Villoro y Carlos Payán se sentaron juntos en el avión a Chiapas al congreso que convocó el subcomandante Marcos, y todos los zapatistas lo quisieron muchísimo.

–En el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM tuve la suerte de que nuestras oficinas estuvieran frente a frente. Los lunes él recibía todo tipo de gente, zapatistas, estudiantes, colegas y otro tipo de gente, como consta en el libro que escribió su hijo, Juan Villoro, quien también habla mucho de su madre, Estela Ruiz Milán.

–Conocí a varias mujeres que se enamoraron perdidas de Luis Villoro. Juan hizo un artículo en el que se refería a su papá y a las mujeres, un texto muy padre. A Estela Ruiz Milán la quiero mucho…

–Luis Villoro generó gran entusiasmo en México, también estableció muchos vínculos y se hizo amigo de filósofos españoles, relaciones que todos hemos aprovechado.

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