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Opinión

El último lector / Padre, tendría mucho que decirle…*

Por: Rael Salvador

Su mano, por momentos cálida, reposa en la mía: siento la luz de Grecia en ella. ¿Por qué?

En los últimos meses he hablado demasiado del viaje que haré a la tumba del escritor Nikos Kazantzakis.

Y estando allá, cuando los dioses adivinen la marejada de la Hélade en mi cabellera, ¡derramaré al viento el vino, morderé los higos de la tradición y dejaré en su lápida la nuez, la carta y la rosa que me solicitó en su lectura!

Tomo su mano, como cuando era niño y abríamos la enciclopedia que me regaló en Navidad (Argos, 1971) dando siempre —¿era su intención?— con la “Ilíada”, para más adelante poder constatar que, en efecto, Homero describe el cosmos de historia y belleza que hay en el escudo de Aquiles*.

Fraguado por Hefesto, usted también fue mi escudo.

Usted, que después de ver la película de “Zorba”, escrita por Kazantzakis, compró el disco de Mikis Theodorakis para recrear las vernáculas danzas griegas en la sala de casa —mamá querida, sonriente, hermana y yo, de 6 y 7 años, expectantes, curiosos—: ¡Dada su juventud, más parecido a Alan Bates, biógrafo de Buda, que a Anthony Quinn, el nuevo Sócrates escupido por la dulzura de los dioses!

Ahora que su mano se enfría en mi mano, he de decirle que por Nikos Kazantzakis conocí a Henry Miller, el Golfo de New York, quien me llevó a Facundo Cabral, para repasar el “El coloso de Marusi”, entre versos de George Katsimbalis, ese loco Whitman de Corfú, Creta, Atenas, el Peloponeso… (Ruta que desembocó en Yanis Ritsos y Kavafis, quien sentenció: “Ítaca te brindó tan hermoso viaje./ Sin ella no habrías emprendido el camino./ Pero no tiene ya nada que darte…”)

Su mano y la mía, nada más.

Veloces los senderos se extienden con los años y, más que asumir, hay que aceptar: la flecha revienta, siempre envenenada, en el talón de las metáforas…

Ya escucho a las viejas Parcas desafinar en las tinieblas. ¡Gloria a ellas!, porque no pocas veces sus hilos nos obsequiaron —como atisbos de eternidad— la felicidad de los bonzoukis.

¡Y, entonces, de nuevo le observo danzar el Sirtaki!

Padre, tendría mucho que decirle. Pero ya es demasiado tarde, el ocaso es un puerto de partida —y no deseo entretenerle—, por lo que sólo agregaré lo siguiente: “Jamás aprendí de un hombre más que a usted”.

Usted no murió… —como Ulises, rumbo a Ítaca— Partió.

*Palabras a la memoria de mi padre, Profr. Jesús Salvador Vargas Cota, quien vino al mundo, en la Paz, Baja California Sur, un 24 de diciembre de 1938, y se despide de él, el 2 de agosto de 2022, en la ciudad de Ensenada, Baja California. Descanse en paz.  

**Ilíada, Canto XVIII:

“Hizo lo primero de todo un escudo grande y fuerte, de variada labor, con triple cenefa brillante y reluciente, provisto de una abrazadera de plata. Cinco capas tenía el escudo y en la superior grabó el dios muchas artísticas figuras con sabia inteligencia.

Allí puso la tierra, el cielo, el mar, el Sol infatigable y la Luna llena; allí las estrellas que el cielo coronan, las Pléyades, las Híades, el robusto Orión y la Osa llamada por sobrenombre el Carro, la cual gira siempre en el mismo sitio, mira a Orión y es la única que deja de bañarse en el Océano.

Allí representó también dos ciudades de hombres dotados de palabra. En la una se celebraban bodas y festines: las novias salían de sus habitaciones y eran acompañadas por la ciudad a la luz de antorchas encendidas; oíanse repetidos cantos de himeneo; jóvenes danzantes formaban ruedas, dentro de las cuales sonaban flautas y cítaras […]

En la orla del sólido escudo representó la poderosa corriente del río Océano”.  

raelart@hotmail.com

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