El último lector | La caricia del ángel y Montaigne
¿Se nace satisfecho? Seré tajante: No.
Somos espejos sonrosados, bebés que avanzamos hacia lo hermoso.
La sonrisa que se nos dibuja en el rostro es el reflejo de la sonrisa amorosa de la madre.
Desde lo más próximo e inmediato, antes del advenimiento de la razón, los negocios y sus desfiguro se tornan tiernos caprichos; sólo somos criaturas que del otro aprehendemos lo mejor (sin categoría moral).
Atravesando los límites de lo individual, las vallas de la clase, las zanjas de la raza o los duros muros del prejuicio: imitar se convierte en nuestra primera lección o misión o micción.
Una leyenda judía narra cómo un ángel coloca su dedo sobre la boca del niño momentos antes de nacer. Como el agua del Leteo, dicha caricia es un relámpago que borra al instante la memoria que traemos del Paraíso.
Dicho testimonio divino se manifiesta en una fisura anatómica que los médicos nos dan a conocer como “labio de libre”, del latín “leporino”.
De igual manera, la leyenda se desvanece: todo lo que fuimos en este y otros mundos tiende hacia el olvido.
Lo que no, memoria viva, tiene sus obligaciones.
Y se manifiesta, instante a instante, en el devenir de los años: existencia misma que nos enseña a retribuir con agradecimiento lo aprendido. A comprender, ante cualquier demanda de comodidad, que el lugar de uno está donde el otro lo necesita.
La ausencia de presencia sólo reimprime el olvido en su estado más puro: la insolvencia física; es decir, la falta de piedad de algunos gestos sólo reproducen la intención del alma.
Protestar ante el dolor es negarse a ser reducidos al silencio, a la fría indiferencia de la humillación, a la parálisis indeterminada que no termina por ser definitiva: la muerte misma.
Desde la “pachanga” pública de los egipcios, que sacaban una calavera humana en medio del jolgorio para advertir de su inminente finitud a los convidados, pasando por el temor de los romanos a llamar a la muerte por su nombre –jamás decían “ha muerto”, sino “ha cesado de vivir”–, hasta llegar a la asepsia moral e incorruptible de las religiones, el gran negocio de los moribundos y la falsa inmortalidad que promueven y venden las sociedades modernas, el hombre ha dejado de filosofar en su único trámite garantizado: su propia muerte.
Y así, en la lectura de la vida, la muerte siempre aparece con sus delicadas cicatrices empañadas de tumores, con sus babas negras de hedionda brillantina ácida, con su rosas descarnadas por los fusiles, por la cuerda final de toda condena, por la inocente atmósfera de los venenos dulces.
Aparece con sus mil atuendos de temor y terror, con su loca y seductora prestancia a cuestas: llega de lobo famélico, de catástrofe igualitaria, de accidente procurado (le observé en la carretera, la moto yacía inútil a su lado y un grueso cordón de sangre hacia fuente desde su casco, como si fuera una larga hebra de su húmeda camiseta roja: un hueso no le había quedado en su lugar; roto, como títere sin Dios, su postura no guardaba piedad. Rogué encontrar algo de dignidad en el cadáver… y disparé la cámara), de anomalía genética, de caballo desbocado, de eléctrica incineración del alma.
Pero, para estos casos, Michel Eyquem de la Montaigne recomienda: “Quien le enseña al hombre a morir, le enseña a vivir”.
Y, por si acaso, no entiendes o no sabes cómo morir, “no te preocupes: la naturaleza te lo enseñará a su debido tiempo”, repetía el viejo zorro en la torre más alta de las reflexiones humanas.
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