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Opinión

Un partido político llamado prensa

Por: Jesús Pérez Gaona

Si los dueños de diarios, televisoras y radiodifusoras en verdad están interesados en defender al periodismo y a los periodistas, deberían empezar por dejar de hacer política con los medios. Como eso no sucederá, porque hacer política con los medios admite márgenes de ganancia de tal valor que transforman a sus dueños en magnates, ellos deberían saber a estas alturas que tanto poder en torno a una organización los convierte en políticos; en México, a causa de un hecho inédito como el triunfo de un político popular con el respaldo histórico de 30 millones de votos, quien además obtuvo el triunfo en contra de esa organización poderosa, convierte, evidencia, posiciona a los dueños de los medios como políticos de oposición. De lo contrario, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de la prensa como «el cuarto poder»? A esto nos referimos: a los medios privados disputando el poder al gobierno, a los medios privados como un modo de gobierno que no forma parte de la estructura del estado. Nos referimos al Cuarto Poder contra la Cuarta Transformación. «El poder mediático como poder económico» concluyó el analista Óscar David Rojas.

Y, como entre la clase política tradicional, esta forma de hacer política a través de los medios no se ruboriza al contratar mercenarios. Por el contrario, alienta la existencia de periodistas del poder, y paga muy bien y a tiempo para que las cloacas del periodismo tengan público. «La parábola del mono del organillero» de la que presume William Randolph Hearst a Mankiewicz en Mank (2020). «Bullshitters», para acudir al mundo anglosajón. Payasos, con o sin disfraz.

Y aun cuando este poder actúa como un político más, defendiendo sus intereses y haciendo negocios con asuntos públicos como la información, hay un manto protector que cobija a los dueños de los medios (aclaro: no a los periodistas, a los dueños). Un manto protector cuya fortaleza descansa en el blindaje a la opinión pública y a la libertad de expresión como el corazón de la democracia. ¿La opinión pública y la libertad de expresión son propiedad de los medios de comunicación? No. Los medios no son propietarios de la opinión pública sino de la opinión publicada, parafraseando a Rafael Correa. Y, recordando las palabras de Eduardo Galeano, la libertad de expresión sólo permite escuchar a quienes se expresan en nombre de ellos, no de todos, ni siquiera de la mayoría, de ellos: «los miedos de comunicación». Identificar a la independencia y a la rebeldía sólo bajo la fórmula de la libertad de empresa. En consecuencia, los medios —como sentenció Chesterton en su célebre cita sobre la prensa— «por su propia naturaleza, son los juguetes de unos pocos hombres ricos». Y si son los juguetes de unos pocos hombres ricos no son el corazón de nada, salvo el de los propios dueños de los medios, esto a pesar de que se declare lo contrario en la Casa Blanca o el Kremlin, «the guardians of freedom». Más bien, los medios libres y la libertad de expresión de quienes no son dueños de un medio laten a otro ritmo, sin mayor blindaje que la resonancia que provoquen, y muchas veces en contra de lo institucionalmente democrático (el INE, la Cámara de Diputados, los medios públicos, la Presidencia).

«Ahora está resultando cada día más evidente que la comunicación manipulada por un puñado de gigantes puede llegar a ser tan totalitaria como la comunicación monopolizada por el estado», cuestionó Galeano en Patas Arriba (1998) sobre ese poder constituido, ese partido político, que son las corporaciones de medios como Fox News o CNN. Pero ¿qué pasa cuando alguien denuncia los crímenes del poder, por ejemplo los crímenes del cuarto poder? ¿Debería rendir cuentas el cuarto poder (como cualquier otro poder)? ¿Deberían fiscalizarse las fortunas del cuarto poder? ¿Aceptaríamos que algún poderoso se victimice y acuse violencia en su contra cuando hay pruebas de sus crímenes? ¿Y por qué se lo permitimos a los grandes medios de comunicación?

Me gustaría hacer un contraste de todo lo anterior con el siguiente caso. Pablo Iglesias, el izquierdista ex vicepresidente de España y ex líder de Unidas Podemos, tras años de una asfixiante campaña de desprestigio en su contra, con golpes tan bajos como el acoso diario en su casa durante casi un año, y con una amenaza de muerte de la ultraderecha española que pende sobre su cabeza, dejó el gobierno y renunció a su partido para regresar este inicio de 2022 a lo que fue antes de su aventura como político profesional: un tertuliano de los medios. Un tertuliano de izquierdas, lo que siempre lo fue. Ya plenamente instalado en la conducción del podcast, Iglesias dedicó el estreno de su programa a denunciar los crímenes del cuarto poder. Estas fueron sus primeras palabras: «las guerras siempre empiezan mucho antes de que se escuche el primer disparo, comienzan con un cambio en el vocabulario de los medios». Una cita de Ryszard Kapuscinski. Me tomo un momento para meditar su contenido y pienso ahora en varios golpes de estado en América Latina que comenzaron en los sets de televisión, o en las mesas de análisis de la radio.

Además, víctima en primera persona de todo lo que con maestría exhibió y denunció en esta primera emisión, el hoy conductor Pablo Iglesias habló de dos asignaturas pendientes en el análisis de la prensa convencional: «las intenciones de los medios» y «quiénes son los propietarios de lo que ves, oyes y lees», en particular de las «derechas mediáticas». Dio así una lección de cómo usar el «bullshit detector» para desmantelar los métodos de manipulación mediática, en una actualización del célebre decálogo de Noam Chomsky. Subrayando, encima, que no sólo es que los medios de comunicación sean actores políticos, sino que «son los actores políticos más importantes de nuestra época por su capacidad para producir estados de ánimo colectivos». Por ello, explicó, lo que se dice en los medios es tanto o más importante que lo que se discute en los Parlamentos o Congresos. Pero a quien debe apuntarse con el dedo, a quien debe señalarse, investigarse y exhibirse, principalmente, es a los dueños de los medios: porque, de nuevo, «quien hace el relato tiene poder, y quien tiene poder, siempre, siempre, siempre, es un actor político».

Ahora bien, apuesto que cualquier español promedio no llegó hasta la línea anterior sin antes haber puesto decenas de peros, o haber manifestado un repulsivo disgusto, sólo por haber leído el nombre «Pablo Iglesias». Lo importante, la crítica a los dueños de los medios, o la exhibición de su agenda antidemocrática, tienden a disiparse. Una reacción idéntica a la del mexicano promedio que oye o lee el nombre «Andrés Manuel López Obrador», o la de cualquier ciudadano del mundo al escuchar o leer palabras como «Chávez», «Maduro» o «Venezuela». Así, con tan poco, los dueños y magnates no podrían estar más tranquilos al hacer política con los medios; así, sin mediar nada más que imposturas, el periodismo y los periodistas siempre pasarán a un segundo plano; así, en la vida cotidiana de su público, no hay desprestigio que dure 100 años, ¿verdad, Excélsior?  

Una mañanera dentro de la mañanera

En nuestro país no es una novedad que los dueños de los medios actúen como actores políticos, tomando decisiones editoriales incluso en contra de sus propios trabajadores, incluso en contra de sus propios periodistas, buscando maximizar las ganancias (por si fuera poco, aun en contra de su propio público). Lo que es toda una novedad es que los dueños de los medios de comunicación —exceptuando honrosas excepciones— siempre han estado en armonía con quién asume el cargo de la Presidencia, sexenio tras sexenio, cuando no operaban directamente para colocar a alguien ahí (Felipe Calderón o Enrique Peña Nieto, «el telepresidente», como casos paradigmáticos). Los dueños de los medios siempre supieron hacer política para el triunfo en las urnas —o hacer política que aparentaba triunfar en las urnas, como en 1988 o 2006— hasta 2018, año en el que toda una clase política fue eyectada de la Presidencia junto a sus medios y su forma de hacer periodismo, y más importante que ello, este partido político llamado prensa fue sustituido por La Mañanera, una oposición mediática a la medida de la 4T.

¿A quién puede sonar raro que toda esa clase política derrotada en 2018 encontrara un refugio en las columnas de opinión de El Universal, Milenio o El Heraldo de México? Antes como sus financiadores, ahora como sus opinólogos, dicha clase política hizo y sigue haciendo política desde los medios, no desde el Gobierno Federal, aunque extrañamente sin tener los resultados deseados. Quizá esto se debe a que la 4T pudo contener al cuarto poder cerrando el grifo del dinero millonario para comunicación social y organizando una conferencia de prensa diaria en Palacio Nacional. Ojo: no estoy hablando de la misma mañanera que inventó aquel Jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal, se trata de otra mañanera; una que, por cierto, tiene su mini mañanera los miércoles, dedicada a desmentir bulos, aclarar imprecisiones y poner en evidencia a las fake news de la semana, corrigiendo la plana a la prensa, a su modo («no es falso pero se exagera»), y dejando en claro «quién es quién en las mentiras».

¿Pero, sin faltar un solo día, por qué necesitó López Obrador de una sección en sus mañaneras cuya función supuestamente él ya cubría? Porque delegó en Elizabeth García Vilchis la respuesta del Gobierno Federal a la prensa y al periodismo, mientras él como líder total de la 4T se encarga de responder a los jefes de los periodistas, a los dueños de los medios de comunicación. «Esto no es falso, pero no es verdadero». AMLO, como Jefe de Gobierno, lanzó una convocatoria diaria a la prensa por razones que hoy parecen discusiones bizantinas, sobre todo a la luz de la comunicación en Facebook, Twitter o Youtube: romper el cerco mediático de Televisa y TV Azteca, dar voz a minorías contra un régimen autoritario lo mismo con el nombre del PRI que bajo las siglas del PAN, y sobre todo abrirse camino en medio de una operación mediática de desprestigio y odio alimentada con dinero público que hizo fortunas privadas. Con el control del dinero público en sus manos y desde la posición de poder que ordenó atacarlo ferozmente en los medios, Obrador ha evidenciado que los ensalivados elogios de la prensa a las administraciones anteriores no fueron gratuitos ni baratos, y que los grandes empresarios de los medios forman y siempre formaron parte de la oposición a su liderazgo político, a tal grado que ya han resuelto sus finanzas firmando jugosos contratos con los gobiernos estatales de oposición, y ya recargaron sus armas y están de regreso —no sólo contra AMLO sino también contra quienes lo respaldan— pagando trabajos de investigación periodística, análisis técnicos o de coyuntura plurales, atención a denuncias ciudadanas e incluso cobertura de manifestaciones, cuya omisión en anteriores administraciones merma su valor actual y pone en entredicho su «objetividad». Qué paradoja: el periodismo oportuno hoy es el que se hizo ayer, así como la independencia periodística de ayer es el prestigio de hoy. Periodistas como Lydia Cacho, Anabel Hernández o Carmen Aristegui no se hicieron un nombre levantando la mano en una mañanera ni sumándose a un hashtag, sino jugándose el pellejo contra un gobernador que protege a pederastas, un Secretario de Estado al mando de la seguridad nacional y trabajando para un cártel de la droga, o un Presidente de la República que es puesto en evidencia en un acto de corrupción de siete cifras.

Libertad de extorsión antes que de expresión

Esto ocurrió durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, allá a principios de los noventa, cuando el Gobierno de México alistaba una más de sus privatizaciones. Así lo cuenta Alejandro Toledo en el libro La batalla de Gutiérrez Vivó (2007). Durante una gira presidencial en Europa, en París para ser preciso, Jacobo Zabludovsky asaltó la mesa en la que desayunaba quien se convertiría en el dueño de Grupo Monitor. Junto al Proceso de Julio Scherer, al UnoMásUno de Carlos Becerra Acosta o La Jornada de Carlos Payán Velver, Monitor fue una de las primeras y más importantes empresas de medios de comunicación modernos en México que fue propiedad de un periodista, no de un empresario.

De acuerdo con el testimonio que compartió José Gutiérrez Vivó, la conversación en ese restaurante del hotel parisino Villon giró en torno a la venta en paquete de los canales 7 y 13, entonces a cargo del Instituto Mexicano de la Televisión (Imevisión).

Tú y yo nos vamos a confrontar todas las noches, y quiero que sepas que más allá de cualquier trato que hemos tenido, que ha sido muy escaso, más allá de eso, te digo, usaré todos mis conocimientos, mi experiencia y los recursos de Televisa, que son muchos, para impedir que ustedes puedan ocupar un espacio en el mundo de la información por televisión –advirtió Zabludovsky, entonces mandamás de las noticias de la televisión mexicana y director de ECO 24 Horas, espacio priista que creó Televisa para honrar su labor como «soldados del Presidente». 

Oye, Jacobo, eso suena a amenaza –respondió Gutiérrez Vivó, preocupado ante una inminente extorsión con sabor a croissant. 

No, no es amenaza, es la decisión de Televisa y es una decisión mía. Ahora que ya tengo la información confirmada, te quiero decir que vas a tener un tiempo muy difícil –agregó Zabludovsky–. ¿Sabes cuál es la diferencia entre una buena comida y una mala comida? –insistió enigmático el conductor de los audífonos de diadema y el teléfono rojo, para enseguida esclarecer el misterio así–: La diferencia es el cocinero, y yo soy el cocinero que sabe hacer esto.

Andando el tiempo, Salinas finalizaría la venta de los canales 7 y 13, pero no al periodista Gutiérrez Vivó sino al magnate de los electrodomésticos Ricardo Salinas Pliego. Hoy conocemos a este negocio como TV Azteca. Según documentó Alejandro Toledo, tal decisión ocurrió «luego de un oscuro proceso de liquidación pública» (¡vaya sorpresa!) y debido a que Infored, nombre original de la empresa periodística de Gutiérrez Vivó, no era lo que buscaba el Gobierno. Pues lo que planeaba y logró que vieran los mexicanos en sus televisores fue los mensajes de «un medio que fuera absolutamente dúctil», dócil, obediente, servil, explicó Gutiérrez Vivó en el mismo relato.

Y «de pronto se dieron cuenta de que [nosotros] éramos simplemente lo que somos: decimos las cosas que vemos, que escuchamos, que investigamos. No estamos por derrocar a nadie ni por hacer cosas que le toca a la sociedad». Infored, Grupo Monitor, no era precisamente un conglomerado de medios imparcial o neutral, ni siquiera podría ubicarse hoy a Gutiérrez Vivó como un hombre progresista, de izquierdas o defensor de causa social alguna, pero —en una defensa verbal que trae a la memoria a una Aristegui respondiendo a AMLO en 2022— no buscaban derrocar a nadie. Ojalá considerarán esto Juan Francisco Ealy, Alejandro Junco de la Vega, Claudio X. González o el Diablo Fernández. Pues la independencia de un medio no se mide por su demostración de poder.

La suerte de la empresa periodística de Gutiérrez Vivó acabaría una década más tarde de la venta del 7 y 13 de Imevisión, ya no durante una administración del PRI, sino bajo una administración priista del PAN. Muy parecido a lo que ocurrió con Carmen Aristegui y los Vargas, dueños de MVS, o sea, borrar del mapa mediático a una periodista por órdenes del presidente priista Enrique Peña Nieto; a Pepe Gutiérrez Vivó lo echaron y destruyeron los Aguirre de Radio Centro en 2007 a petición del presidente panista Vicente Fox (con la anuencia mordaz de Felipe Calderón). En el colmo de la operación política contra el periodista, popularmente conocida como censura, el espacio radiofónico de Monitor fue sustituido por el programa de Jacobo Zabludovsky, para algunos redimido de sus viejas culpas, y para que así continuara el crimen de ese partido político llamado prensa, dirigido por hombres de negocios que entre otras linduras acostumbran cobrar extorsiones disfrazadas de noticias.

Otro ejemplo de lo anterior sucedió hace unos años, cuando María Asunción Aramburuzabala, empresaria heredera de Grupo Modelo y la mujer más rica de México, denunció el «mugrero» de Joaquín López-Dóriga. En cierta época él fue la figura más importante de los noticieros de Televisa; y no, como hoy, el creador y replicador de noticias falsas en Twitter. Conforme a la denuncia de Mariasun, así llaman sus amigos a la opulenta mujer, López-Dóriga practicaba el viejo oficio de la calumnia revestida de información, oficio que perfeccionó en nuestro país Carlos Denegri, a través de su columna «Fichero político» en Excélsior. Más tarde, en la televisión, Zabludovsky imprimiría su sello a esta forma periodística del chantaje. Y hoy, en Latinus, Víctor Trujillo «Brozo» y Carlos Loret de Mola hacen lo suyo dando un paso al retiro de López-Dóriga.

Al respecto, Aramburuzabala reveló que Joaquín López-Dóriga «me amenazó de que si yo hablaba, sabría lo que es tener el rigor de todos los medios sobre mí, y me iban a destrozar». Con toda la presión que permite una fortuna estimada en 5,630 millones de dólares, Mariasun exhibió en agosto de 2015 el modus operandi del conductor estelar del noticiero con más rating en el país: para no obstruir ni frenar una obra en construcción de la inmobiliaria Abilia (propiedad de Aramburuzabala), debía entregarse una cantidad de 5 millones de dólares a Adriana Pérez Romo, esposa del periodista. De lo contrario, el desarrollo inmobiliario de la calle Rubén Darío, en la colonia Polanco, sufriría de más atención de la prensa de lo que sería necesario. Corrupción a base de difamaciones, aclaró más tarde María Asunción Aramburuzabala en una entrevista.

«No me da vergüenza que [López-Dóriga] me diga niña rica», añadió Mariasun. «A mí no me dan vergüenza mis orígenes. Soy rica, pero no soy inútil y mucho menos corrupta. Mi dinero no es mal habido, como el de él». Pese a la existencia de un video en el que se confirmó el intento de cobro ilegal a través del abogado Mario Alberto Becerra Pocoroba, una especie de consigliere de Pérez Romo y exdiputado federal del PAN, la denuncia penal contra el matrimonio Dóriga-Pérez fue archivada por la Procuraduría General de Justicia de Miguel Ángel Mancera. Y, como en una columna política de El Universal o Milenio, ahí acabó esta historia del maestro del periodismo Joaquín López-Dóriga, sin otra conclusión que un odioso silencio cómplice.

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