T-MEC, intereses privados y soberanía
Estados Unidos solicitó consultas de resolución de disputas en materia energética con México bajo el T-MEC con el argumento de que las políticas y acciones del gobierno mexicano socavan a las empresas estadunidenses y la energía producida en la nación vecina en favor de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y Petróleos Mexicanos (Pemex). De acuerdo con la representante comercial de la Casa Blanca, Katherine Tai, los cambios de política energética aplicados por el gobierno federal afectan los intereses económicos de ese país “en múltiples sectores y desincentivan la inversión de los proveedores de energía limpia y de las empresas que buscan comprar energía limpia y confiable”. La funcionaria afirmó que la reforma energética de 2013 impulsó las inversiones de firmas energéticas estadunidenses en México, pero que esto se acabó debido a la prioridad concedida a las empresas estatales en la presente administración.
En forma por demás reveladora de sus alineamientos, la oposición mediática y política ha celebrado la puesta en marcha de este procedimiento como si se tratase de un conflicto mayúsculo, si no de la antesala de una ruptura definitiva, entre los gobiernos de López Obrador y Joe Biden, omitiendo que las consultas referidas son un recurso previsto en el contexto del propio tratado comercial y que en los dos años de vigencia del mismo ya ha sido utilizado por Estados Unidos contra Canadá y viceversa, así como por México y Canadá de forma conjunta contra el tercer socio, sin que esto supusiera daño alguno a la relación bi o trilateral. Además, como aclaró la Secretaría de Economía (dependencia encargada de coordinar la defensa del Estado mexicano ante conflictos de esta índole), las consultas constituyen apenas la etapa no contenciosa del mecanismo general de solución de controversias previsto en el T-MEC.
Antes de hacer pronósticos sobre los resultados de la controversia interpuesta por Washington, es necesario considerar las cambiantes condiciones en los intercambios y las dinámicas bilaterales; por ejemplo, está por verse cómo procesa la Casa Blanca las propuestas mexicanas en materia energética lanzadas durante la reunión presidencial de la semana pasada.
Por otra parte, no puede pasarse por alto que el reclamo está teñido de hipocresías y falacias: resulta grotesco que Estados Unidos esgrima el ambientalismo como razón para interferir en las políticas mexicanas habida cuenta de que produce 76 veces más dióxido de carbono que nuestro país (13.68 toneladas per cápita al año frente a 0.18) y de que es el segundo emisor global de gases de efecto invernadero; también puede recordarse que la reforma energética neoliberal aprobada en 2013 por el PRI, el PAN y el PRD sacrificó la soberanía nacional a cambio de inversiones insignificantes de sólo 760 millones de dólares entre 2014 y 2018, 0.7 por ciento de lo que prometieron sus promotores.
Está claro, pues, que las quejas de Washington responden al deseo de potenciar el lucro de sus compañías multinacionales, y que el medio ambiente no es sino un pretexto intercambiable por cualquier otro que pudieran tener a mano. Si lo más deseable es que el diferendo se resuelva mediante el diálogo y el entendimiento, no puede perderse de vista que la soberanía de México para determinar sus políticas ha de salvaguardarse con o sin el acuerdo de Estados Unidos o de cualquier otra potencia.