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Opinión

‘Sequía: saldos de la insensatez’

Por: La Jornada

En Michoacán, este año la sequía provocó la pérdida de unas 58 mil hectáreas de cultivos, principalmente de maíz y sorgo, lo cual dejó a 20 mil productores de temporal sin alimentos ni bienes para vender en el mercado. El 30 por ciento de esa superficie padece tal falta de humedad que tampoco podrá sostener cultivos en el periodo de invierno. La crisis hídrica no sólo afecta a los agricultores y a las personas que deberán pagar precios más altos por la comida, sino que amenaza también al consumo humano directo: las 22 presas de la entidad apenas se llenaron a 60 por ciento de su capacidad debido a la escasez de precipitaciones durante la temporada de lluvias.

Ambientalistas, organizaciones indígenas y campesinas tienen claras las razones de la aridez: además del cambio climático que afecta a todo el planeta, existen factores locales fácilmente identificables, como la sobrexplotación de los recursos hídricos, su desvío al cultivo de especies de alto valor económico como el aguacate y las berries (arándano, zarzamora, frambuesa, fresa), así como la deforestación de las áreas boscosas para extender las áreas de siembra de esos productos y para otros fines todavía menos justificables.

Cada año Michoacán pierde entre mil 200 y mil 500 hectáreas de bosque a manos del aguacate, y hasta 18 mil hectáreas son destruidas anualmente por incendios forestales intencionales.

Los bosques fijan el agua al suelo y evitan su pérdida por evaporación, por lo que la destrucción de la cubierta forestal no es un problema de ambientalismo romántico, sino un crimen que, por ignorancia, codicia, o una combinación de ambas, puede matar de sed a millones de personas.

En las afueras de las ciudades de Michoacán, como en gran parte del país, se destruyen bosques para construir urbanizaciones, más destinadas a la especulación inmobiliaria que a satisfacer las acuciantes necesidades de vivienda de la población. La península de Yucatán es ejemplo del grado de irracionalidad de esta voraz industria, pues se tala la selva en una región donde la única fuente de agua dulce son los depósitos subterráneos que se llenaron a lo largo de millones de años. Para colmo, en los fraccionamientos dirigidos a atraer a una clase media o media alta esnob, arribista y aspiracional, se construyen lagos artificiales sobre un suelo poroso donde nunca han existido ni pueden sostenerse ríos o lagos naturales.

Los efectos de esta insensatez disfrazada de progreso o desarrollo se dejan sentir en todos los rincones del país. En las grandes urbes, los habitantes de los barrios populares (y, en los momentos más agudos de la sequía, incluso las clases medias) padecen una crónica falta del líquido que obliga a comprarlo a usureros que lo distribuyen a precios exorbitantes.

En el campo, se vive la reseñada pérdida de cultivos, cuyas consecuencias forman una cascada que desemboca en la erosión de la soberanía alimentaria por la incapacidad del país para producir los alimentos que consumen sus habitantes.

El hecho de que 60 por ciento del territorio nacional padezca algún grado de sequía, y de que esta crisis haya alcanzado hasta 80 por ciento durante los meses más secos del año, debería mover a la sociedad entera a una seria reflexión en torno de las prioridades adoptadas y a la manera en que el modelo económico capitalista pone en riesgo nuestra supervivencia en el futuro inmediato.

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