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Opinión

Asombro / Barbara Jacobs

Por: Barbara Jacobs / La Jornada

Ciudad de México, 12 de diciembre.- Durante varias semanas me encontraba extrañada, porque, después de oír a los pájaros al despertar y, en la tarde, ya preparándome a meterme a la cama para leer y escribir, volver a oír a los pájaros, que intercambiaban con su canto los respectivos quehaceres que ocuparon su día. ¡Me encantaba oírlos! Quería, incluso, estudiar, de una manera informativa y accesible para un desconocedor del mundo de las aves.

Lo que logré hacer, y que me fue no solamente útil sino particularmente interesante, fue la lectura por Internet, un agradeciblemente breve y suficiente para aquietar mi inquietud de por qué había yo dejado, de pronto, de ser acompañada por el canto de mis extrañados pájaros. El artículo iluminador que leí, ¿Por qué migran las aves en invierno?, me bastó para recordar que, ¡las aves, todas, en todo el mundo o en las partes del mundo en el que se da, por más leve que sea, la estación del invierno. Mi necesaria respuesta se resume en apenas un puñado de palabras: ¡Las aves migran en invierno! Lloré (no exagero; sentimental, siempre he sido, últimamente, más y más, me temo que pasará a ser mi primera naturaleza, al recordar que ¡Las aves migran en invierno! Lo cual, aparte de tranquilizarme por ahora, me devolvió la esperanza, la ilusión, de que en cuanto pase nuestro (aún leve como es el nuestro, aquí, en la Ciudad de México) invierno, volverán los pájaros que me cantaban del amanecer al anochecer; volverán; volverán. ¿Qué más puedo pedir? ¡Volveré a contar con su compañía, a soñar, con la imaginación, en la sabiduría de la Naturaleza que les indica, a todas las aves de la Tierra, absolutamente a todas, que durante la época del frío, donde quiera que vivan, generación tras generación, deben migrar; la Naturaleza las orienta; la Naturaleza es, como comúnmente se dice y se repite, sabía. ¡Y que si lo es!

Mi única duda respecto de la consabida sabiduría de la Naturaleza, a la que no tengo más que agradecer, entre otros detalles, no solamente por haber contribuido, a su modo, a darme la vida sino, para mí, en estos momentos difíciles (primavera, verano y, por lo pronto, otoño, y tampoco lo dudo, el siguiente invierno, y las siguientes estaciones del año, y las siguientes; es decir, se sobreentiende, las estaciones de cada año que yo siga por aquí, salvo durante el invierno, a contar con la compañía sonora, encantadora, de los pájaros de mi jardín y alrededores.

Decía, mi única duda respecto de la consabida sabiduría de la Naturaleza es por qué no orienta y guía y, digamos, se ocupa de dirigir al hombre con su innegable sabiduría.

Por ejemplo, el otro día tuve una experiencia humana de la cual no me repongo, la cual no me explico ni, tampoco, me he resignado a aceptar.

Resulta que entré a no sé qué plaza comercial, creo que Pabellón Altavista, en Camino al Desierto de los Leones, que, después de avenida Revolución se convierte en avenida Altavista, en busca de una correa para mi reloj de muñeca, que ya está desgastada y que hay que reponer. Pregunté aquí y allá en dónde habría en el pabellón una relojería. Encimita de Sanborns, me contestó alguna amable comerciante de la plaza.

Subí por la escalera eléctrica y entré a un comercio justo encimita de Sanborns, que se trataba de una fina tienda de finas antigüedades. Me acerqué al mostrador y pregunté al empleado que, amablemente, me señaló la relojería de al lado. De este lado del mostrador, sin embargo, un señor de tan buen aspecto que podía tratarse del dueño del local y su mercancía, me dijo: Aquí, venga por alguna de estas maravillas, que con un gesto de la mano me señaló a su alrededor. ¡Cómo no! En cuanto haga un poco de dinero, aquí volveré. Y me dirigí a la relojería.

Llamé a mi asistente para que pasara por mí. Mientras lo esperaba, el anticuario me alcanzó y, sin más, me dijo: Me quedé sin gasolina. ¿Podría usted ayudarme con lo que fuera?, se lo agradecería. Le di 20 pesos y me metí al coche, que ya me esperaba, con la puerta abierta.

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