Ramón López Velarde, el poeta emo
Tiene razón Anel Pérez cuando me dice que todo paisaje también es una construcción cultural. Imposible imaginar el cielo de Monterrey sin el Cerro de la Silla ni el alto valle de México sin sus volcanes. Los atrapó monumentales y nevados Helguera y el Dr. Atl, y Alfonso Reyes y Carlos Fuentes llamaron a nuestro valle la región más transparente.
Yolanda Cruz lamentó hace poco la pérdida del glaciar de Ayólocotl –corazón de agua–, luego de que Anel Pérez y Héctor Delgado, con medio centenar de personas, subieran a la cumbre del Iztaccíhuatl para dejar constancia, en una placa de acero, de la pérdida del glaciar. Leyeron un fragmento del poema Malpaís, de José Emilio Pacheco, y me dijeron después que los volcanes que asombraron a Humbolt y a fotógrafos como Edward Weston solo serán dentro de poco, unos inmensos cúmulos de piedra. Tan grises, imagino, que casi resultará imposible distinguirlos con la contaminación de la ciudad.
Parece que cada generación está destinada a perder su país. A 100 años de su nacimiento y de la publicación de su poema más famoso, Ramón López Velarde también perdió el suyo. Si uno lee sus versos de La suave patria y de Zozobra verá una silueta que hoy no distinguimos. De su natal Jérez solo quedan su casa, algunas calles con la traza que conoció, la catedral, una alameda muy diferente a la de su infancia, un cielo cruel y la tierra colorada.
La ciudad de México donde pasó sus últimos años tampoco existe.
La plaza de Orizaba donde veía a las muchachas salir de misa de la iglesia de La Sagrada Familia hoy tiene otro nombre y la escultura gigantesca de un hombre desnudo que imaginó Miguel Ángel y reprodujeron allí. Hoy es la Plaza Río de Janeiro. Cada día hay menos muchachas en la iglesia y más en esa plaza; no son devotas de María y un buen número son fervientes seguidoras de Safo, la poeta de Lesbos.
¿Y qué decir del cementerio de la Piedad donde nuestro primer poeta emo o darketo acostumbraba caminar con Margarita Quijano todo vestido de negro? Tampoco existe. Exhumaron a los muertos y lo convirtieron en el Centro Escolar Benito Juárez y en el Estadio Nacional.
¿Se imaginan qué impresión le daría a ese poeta solitario proclive a las sombras si viera convertido su panteón en un estadio de futbol lleno de gritos y de gente? Pero nada es para siempre. De poco sirvieron los pomposos nombres del estadio y del multifamiliar para conjurar su destino ni que en el estadio tomaran posesión de sus mandatos Plutarco Elías Calles, Emilio Portes Gil y Lázaro Cárdenas: los derrumbaron y construyeron el modernísimo Multifamiliar Juárez, inspirado en Le Courboisiere… que hizo polvo el terremoto de 1985. Las palabras del poeta resultaron proféticas: «mejor no regresar al pueblo» y habría que agregar ni a la ciudad ni al país donde muchos lectores leerán y escucharán sus versos en formas y lugares como nunca imaginó, como en las multitudinarias ceremonias escolares donde se rinden honores a la bandera.
En la historia de la crítica de Ramón López Velarde, nos dice Octavio Paz, hay tres momentos: el ensayo de Xavier Villaurrutia que lo “desenterró de los escombros de la anécdota y el fácil entusiasmo; algunos estudios de Luis Noyola Vázquez, y el ensayo del crítico Allen W. Phillips, que ha hecho el ensayo más completo sobre el poeta. Yo añadiría el estupendo estudio de José Luis Martínez que antecede a las Obras publicadas por el Fondo de Cultura Económica; el ensayo de Gabriel Zaid titulado López Velarde reaccionario; Un corazón adicto, de Guillermo Scheridan, y los numerosos ensayos publicados por José Emilio Pacheco, reunidos y con el nombre de La lumbre inmóvil bajo el sello editorial de Era.
Este último ha dicho que al poeta de La suave patria se le ha judicializado: queremos entrar en sus papeles privados, revisar sus sábanas, descubrir sus huellas genitales, exhumar su historia clínica, indagar sus creencias políticas, artísticas y religiosas. Y así ha sido, pero ningún dato nuevo, ninguna revelación ha hecho sucumbir a su poesía. Al contrario: lo oscuro y lo transparente lo ha visto de manera distinta cada lector en su adjetivación imposible que admiró Borges y en sus imágenes donde conviven lo sacro y lo profano, los antros del ser y la vida menuda que huele a pan, la duda existencial y el rumor de la sangre que lo hizo escribir, por ejemplo, que «en la mano viril que gesticula al evocar el seno o la cadera» se vive la vida mágica y se vive entera.