¿Qué significa ganar o perder una guerra?
En la violencia —trátese de una guerra o una simple disputa intestina que desborda su conflagración—, la incapacidad para vencer lleva a una derrota general: rastrojos, devastación, pérdidas, heridas, mutilaciones, ruinas humanas, asolamiento distintivo, panorámico, apocalíptico…
Bien lo percibió Simone Weil: “Para llevar a los hombres a las catástrofes más absurdas no se necesitan ni dioses ni conjuras secretas. Basta solo la naturaleza humana”.
¿Qué significa ganar o perder una guerra? Por un lado —y en primerísimo lugar—, la interrogante tendría que declinar a un “¿Para quién?”. ¿Para quién significa ganar o perder una guerra? En la noción abstracta de “Nación”, encontramos el núcleo demagógico, palpitante y romántico de la “heroicidad”, ese alimento espiritual del Estado, que inocula su discurso patriótico —principios de familia, valores de escuela, inciensos de iglesias— al servicio del cualquier defensa tradicional o territorial.
A lo anterior —que no es otra cosa que una cruenta felonía moral, emanada de algún tufo ideológico o religioso—, hay que sumarle la puesta en escena del desarrollo técnico —arsenales a prueba de efectividad sustantiva, distractiva o destructiva—, que se cifra en la operatividad bélica, el “gasto de guerra” y, dado el caso —como en EEUU y otras naciones del “Primer Mundo”—, la venta de armamento; es decir, las raíces económicas de la guerra (porque en toda destrucción se encuentra el germen de la “esperanza”, reconstrucción que se traduce en “contratos” de concreto y acero, porque las “guerras como negocio” nunca reparan en el presente —niños animalizados, muñones melancólicos, muertes en cadena de inversión— sino en los negocios del futuro inmediato).
En ese “¿Para quién?” se encuentra el jeroglífico neón a desentrañar: ¿Quién va a la crueldad de la guerra? ¿Quién lleva a la guerra, de la manita, a una nación, como si ésta fuera un párvulo ignorante o idiota? ¿A quién le interesa —incentivando el pasmo “burocrático”— que la guerra se prolongue? ¿Qué condesa en pantalones necesita alimentarse a borbotones de sangre negra y caliente? ¿Biden? ¿Putin? ¿Zelenski? No le demos tanta importancia al “loco” y al “payaso”, sin antes ver a los comerciantes de almas y de armas.
Enanos que imploran el cruento estallido de la luz para hacer de su sombra un dios gigante.
Así, bíblicamente, como lo registró Louis-Ferdinand Céline, hasta que no quede ni un “alma para acoger con cariño el amable espíritu de los muertos”.
Ante la devastación que heredamos de la “pospandemia” —después de décadas de fracasos “inteligentes” y desenlaces que da miedo evocar…—, puede uno deducir que la humanidad merece esta violencia encumbrada en la épica desaparición por su propia mano, como si de una epiléptica “puñeta” se tratara.
Hay que observar, antes que nada —sin perder la huella del “¿Para quién?”— a los parásitos VIP (Very Important Person, mercaderes de las entrañas), gusanada que se alimenta, atraganta —primero, del voto “inducido”, “popular”, “virtual”; después, viene la mortandad en masa— y nutre del desconsuelo elaborado de cadáveres hermandos por la miseria, la violencia, la masacre; cosecha sangrienta que recogen de la desesperación, mutilación y destrucción que provocan las guerras, los traumas sociales y la confusión despersonalizada de egos inmundos que pueblan nuestra —hasta hora— belicosa “calidad de vida”, esa especie de “bullying” atmosférico y deportivo, componente de todas nuestras matanzas.
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