Porfirio Muñoz Ledo, el ave fénix de la política
Hombre del poder, antes que cualquier otra cosa, Porfirio Muñoz Ledo fue porfirista. Aunque usó el tema de la reforma del Estado como inagotable caballo de batalla en las últimas tres décadas y media, su tema de conversación favorito fue, invariablemente, él mismo. Enamorado de los reflectores, no había asunto que disfrutara más que exaltar, con voz engolada, su real o supuesto protagonismo en asuntos nodales del país.
Para volar sobre el pantano sin manchar su plumaje, repetía como mantra: «El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente». Sin embargo, el poder fue siempre su obsesión. Navegó en los mares de la vida de la nación saltando de sigla en sigla partidaria para no ahogarse en las aguas del desconocimiento público. En su biografía del poder se acumulan los ex como si fueran condecoraciones prendidas de una casaca.
Dotado de gran inteligencia y facilidad de palabra, ingresó al Partido Revolucionario Institucional (PRI) en 1957 y fue su dirigente. Salió de sus filas con el puño en alto en 1988… Estuvo al frente del Partido de la Revolución Democrática (PRD), al que abandonó en 1999. Buscó la Presidencia de la República con el vetusto Partido Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM), sólo para llamar al voto útil en favor del candidato del Partido Acción Nacional (PAN), Vicente Fox. Su premio de consolación le llegó con su nombramiento como embajador en la Unión Europea. Fue diputado por el Partido del Trabajo (PT) en 2009, colaboró con el PRD de Miguel Ángel Mancera y fue legislador de Morena en 2018. Terminó sus días enfrentado a Andrés Manuel López Obrador.
Pese a tantos cambios de piel, el fantasma de la masacre de Tlaltelolco lo persiguió hasta el final de sus días. Muñoz Ledo, estrella ascendente del priísmo en aquellos años, defendió hasta la ignominia el quinto Informe presidencial, con en el que Gustavo Díaz Ordaz quiso lavarse las manos manchadas de sangre en 1969.
Sin el menor empacho, Porfirio declaró: “Como miembro de este partido (el PRI) como mexicano que confía honestamente en el destino de la nueva generación, nada me ha conmovido más hondamente en el texto del quinto Informe que el valor moral y la lucidez histórica con que el Presidente de México reitera su confianza en la ‘limpieza de ánimo y en la pasión de justicia de los jóvenes mexicanos’”.
Ave fénix de la política institucional, supo resurgir una y otra vez de sus cenizas. En abril de 2005, en la Plaza de la Constitución, López Obrador lo escogió como orador final en el mitin contra el desafuero. La multitud lo recibió con una interminable rechifla e insultos. De traidor no lo bajaron. Porfirio se vio obligado a terminar su discurso apenas iniciado. Parecía que su carrera política llegaba a su fin. No fue así. En 2018, en su carácter de presidente de la mesa directiva de la 64 Legislatura, le puso la banda presidencial al tabasqueño.
Muñoz Ledo fue un actor clave en el descarrilamiento del proceso de paz en Chiapas. En julio de 1996 se efectuó con el EZLN, en San Cristóbal de las Casas, como parte de los acuerdos de San Andrés, el Foro Especial para la Reforma del Estado. Los zapatistas apostaron a impulsar con el cardenismo y las fuerzas que se agruparan en torno suyo un proceso de transformación social que incluyera 11 puntos de que habían levantado junto a las demandas de los pueblos indios. Se acordó, con la presencia de López Obrador, Cuauhtémoc Cárdenas y Jesús Ortega, el inicio de una «relación formal fundada en la solidaridad y el respeto mutuo». Los perredistas anunciaron el pacto en una conferencia de prensa en el aeropuerto de la Ciudad de México.
No obstante, como si fuera un castillo de arena en la mar, el arreglo se deshizo con el primer embate muñozledista. También en el aeropuerto capitalino, después de haber estado 10 días fuera del país, el dirigente nacional del sol azteca desautorizó las acciones emprendidas por sus parlamentarios y los miembros del comité ejecutivo. A partir de ese momento, se cavó una enorme e infranqueable zanja entre zapatismo y perredismo.
El secretario del Trabajo de Luis Echeverría traía otros asuntos entre manos. Contra viento y marea, se sumó de lleno al pacto que Ernesto Zedillo impulsó con los partidos para una nueva reforma política, al margen y contra los acuerdos San Andrés. Esa negociación fue bautizada en su momento como los acuerdos de Barcelona, porque las pláticas para fraguarla se efectuaron en las oficinas del subsecretario de Gobernación, Arturo Núñez, ubicadas en la calle de Barcelona en la Ciudad de México.
Esta ruta reforzó el monopolio partidario de la representación política, dejó fuera de los espacios institucionales a muchas fuerzas políticas y sociales no identificadas con estos partidos y conservó prácticamente intacto el poder de los líderes de las organizaciones corporativas de masas. Propició, además, un reparto real del poder entre los tres principales partidos, que como premio, participaron en la integración del IFE y del Tribunal Federal Electoral.
Con sus claroscuros, Porfirio Muñoz Ledo encarnó las cualidades y los defectos de una generación de políticos priístas nacionalistas-revolucionarios a los que la tecnocracia neoliberal prácticamente barrió del Ejecutivo durante 36 años. Oponerse a ella fue una de sus virtudes. Conocedor profundo de las catacumbas y los hilos del poder, jugó sus cartas con habilidad de crupier, mirando siempre al Estado, no a la sociedad.
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