OEA: ¿principio del fin?
La cancillería mexicana informó ayer que el próximo 18 de septiembre se celebrará una cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), cuyo cometido central será decidir si se emprende una reforma de la Organización de los Estados Americanos (OEA) o la creación de una entidad que la remplace. A partir de los resultados de ese encuentro, el próximo año los gobiernos latinoamericanos presentarán a Estados Unidos y Canadá –los dos miembros de la OEA que no tienen membresía en la Celac– una propuesta formal sobre el futuro del organismo continental.
La cumbre, que tendrá lugar la próxima semana en la Ciudad de México, da seguimiento a la convocatoria lanzada por el presidente Andrés Manuel López Obrador durante las conmemoraciones por el natalicio de Simón Bolívar, en julio pasado. Debe recordarse que, ante sus pares de la región, el mandatario hizo una defensa decidida de la soberanía de nuestras naciones ante el permanente injerencismo de Washington, y llamó a sustituir a la disfuncional OEA «por un organismo autónomo, no lacayo de nadie», que sea «mediador» en conflictos en las naciones sobre asuntos de derechos humanos y de democracia, pero «a petición y aceptación de las partes».
En esta línea, el anuncio efectuado por el canciller Marcelo Ebrard es consecuente con la recuperación de las posturas tradicionales de la política exterior mexicana, extraviadas de manera deplorable por el abierto entreguismo de los pasados tres gobernantes del ciclo neoliberal. También corresponde a las necesidades reales de América Latina, pues queda claro que los problemas de la región sólo podrán resolverse en la medida en que se haga efectiva la autodeterminación de los pueblos, objetivo que se encuentra en las antípodas de las funciones desempeñadas por la OEA desde su creación en 1948, bajo la impronta de la guerra fría y con el cometido de hacer valer la visión imperialista de Washington sobre el hemisferio occidental.
El silencio del organismo ante regímenes antidemocráticos como los de Fulgencio Batista en Cuba y Alfredo Stroessner en Paraguay, o abiertamente criminales como los de Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana, Anastasio Somoza en Nicaragua, y François Duvalier en Haití; la expulsión de Cuba en 1962 mediante la invocación arbitraria de la Carta Democrática que no se esgrimió ni contra las dictaduras anteriores ni mucho menos para sancionar la sucesión de regímenes de facto que se instalaron en el Cono Sur en los años subsiguientes; y de nueva cuenta el ominoso mutismo tras los golpes de Estado blandos contra Manuel Zelaya (Honduras, 2009), Fernando Lugo (Paraguay, 2012) y Dilma Rousseff (Brasil, 2016), son sólo botones de muestra de la incapacidad histórica de la citada organización para cumplir un papel distinto al que ha sido bautizado por el ingenio popular como Ministerio de Colonias de Estados Unidos.
Si esta instancia ya era impresentable, la llegada de Luis Almagro a su Secretaría General en 2016 supuso una acelerada degeneración que la convirtió en fuente de calamidades e ignominias, pues pasó de mirar hacia otro lado ante los golpes de Estado promovidos o respaldados desde Washington, a erigirse en su activo organizador, como sucedió en Bolivia e intentó hacerlo en Venezuela.
El sólo anuncio de que los gobiernos de la región emprenderán el análisis de las condiciones para remplazar a la OEA por un organismo que opere bajo los principios de auténtica defensa de la democracia, la no intervención, el respeto a la soberanía de sus miembros y la equidad entre ellos, da la puntilla a los últimos restos de credibilidad y autoridad moral que pudieran quedarle a la organización, y, en particular, a su secretario general. Cabe felicitarse por el rol de México en este avance, pues resulta evidente que neutralizar la acción perversa de Almagro es crucial para el desarrollo y la estabilidad democrática en toda América Latina.