El último lector | Mural de magisterio
Recorro el inmueble del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) en Ensenada, estancias y pasillos que en los años 70 fueron parte de mis paseos habituales.
Estoy parado justo al frente de mural que ilustra el foro, en la cámara central, y esta atmósfera plástica hace de ciclorama en el escenario, regalándole la justicia de un ensueño, territorio donde más de una vez escenifiqué —en mis años de docente— a Miguel Hernández y a Federico García Lorca, di talleres, ofrecí conferencia o declamé mis poemas.
El arte, sobre todo en pintura, obsequia la imagen onírica de una narración asequible al sentimiento. El tiempo no pasa, todavía veo al “Puma” mojar los pinceles y, con la lumbre de la emancipación volcánica, ofrecerle cuerpo a “Nuestra lucha” (Ensayo 1, de 1975).
Javier Rodríguez Ortiz, mejor conocido por todos nosotros —una generación, hijos de profesores, que gateó por estos suelos— con el apelativo salvaje y afectivo de “El Puma”, plasmó magistralmente los elementos de un equilibrio existencial revolucionario donde no parece faltar ningún símbolo.
Ahí están nuestras raíces, aunadas a la milpa que fertiliza ante un futurista avance tecnológico de la época: la fábrica obrera, la del petróleo y la metalúrgica, la “Ciencia” comedida… Libros y bombillas de ensayo, esperanza de un México que, rompiendo cadenas, descrucificándose, apuesta por su bienestar.
La mitología de la serpiente desenrosca el mal, que envuelve y muestra la pesadilla apocalíptica de los vicios, centrados éstos en la desatención grosera de la magna Constitución, que así se convierte en una pesada lápida que hunde al hombre en el lago de sus propias perversiones.
Con sorpresa y pasmo, recorro el interior del SNTE. Son muchos los pasos que he dado por entre estas lejanas paredes y pocas las veces que me detengo a contemplar la magnificencia de su valentía.
Continúo, con agitación —y en cierto aire visual de desagrado—, por este paisaje que permitió el abandono y el maltrato. Y, entre esta acumulación allanadora, el milagro de Javier Rodríguez Ortiz, el mural que narra nuestros miedos ancestrales, ahora desencadenados y convertidos por sus visionarios pinceles en el fuego de “Nuestra lucha”.
Ahí también, vigilante, la Madre Tierra, mestiza de orgullo y parto (“Alegoría a la lucha”, mural continuo de Herlinda Sánchez Laurel, de 1970). Vuelvo al “Puma”, el Hombre en tu busca… Y tú que le ofreces las vivas llamas de su propia purificación —antorcha, luz: las sabias armas de la cruenta pelea—. Entonces, ese Hombre Nuevo aparece acompañado de tu propia alma ya hecha cuerpo.
En el alegórico ritmo del mural, el Universo se equilibra en justicia, con los libros al centro de nuestra República y la libertad que delimita el horror del principio de la Conquista (que lleva ya la semilla ácida y maledicente de la Independencia y la Revolución). Sobre todo, porque no es la leyenda contada por un vencedor ante la derrota del enemigo, sino la Historia cincelada por el dolor y el color de quien vence al que vence, es decir el artista…
El mural es todo lectura, abismo entre los resquicios de la forma y la idea. Y, entre su magnificencia, el logotipo de la Sección 37 detona en alto su fulgor. Ya todo lo demás se vuelve resplandor y horizonte: el hombro a hombro de la solidaridad en la contienda de una vida mejor. Así quisiéramos.
Es hermoso, digo (me abruma ser retórico). Ahora hay que realizar las gestiones pertinentes para su total reconstrucción; es lo menos que merece este hombre astuto y dedicado, andanza de un pintor consumado, que mojó sus pinceles en el fuego volcánico de la emancipación, para brindarnos la osadía de un presente que estamos obligados a salvaguardar.
raelart@hotmail.com