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Opinión

Mochilas / Mar de Historias

Por: Cristina Pacheco

Después de tantos meses en que no pudieron asistir a la escuela, Emma siente profunda emoción de que sus hijos, Brandon y Brian, hayan regresado a sus salones de clases. Valieron la pena las caminatas en busca de uniformes más económicos, las horas perdidas haciendo cola frente a las papelerías para surtir la lista de útiles escolares y hasta las discusiones.

I

La semana anterior a que comenzaran las clases había sido extenuante y complicada a causa de la tensión entre los hermanos, que por cualquier motivo discutían o se lanzaban acusaciones. Emma tuvo que mediar varias veces, sobre todo a la hora de comprar las mochilas: Brandon quiso la que está decorada con la figura de Olaf, el muñequito de nieve, pero como ya la había elegido su hermano Brian, tuvo que conformarse con la que tiene al Capitán América.

En el intento por restablecer la disciplina pre pandemia, Emma había tenido que desplegar toda clase de métodos. Para conseguir que sus hijos apagaran la tele y se fueran a dormir temprano, había tenido que amenazarlos con lo que para ellos es el peor de los castigos: que no los lleve a comer pizza el domingo.

Por la mañana no fue menos difícil lograr que Brandon y Brian se levantaran a tiempo para irse a la escuela. Hubo conatos de pleito para ver quién se metía primero al baño y los tres acabaron a gritos. A la hora del desayuno comieron poco, y si no hubiera sido porque ella se los repitió varias veces, habrían dejado en la cocina las bolsitas con su lunch: tortas de huevo.

II

Camino de la escuela Emma les recordó que debían desinfectarse las manos con gel, mantener puesto el cubrebocas durante el recreo y les pidió que tuvieran cuidado con no perder sus chamarras, porque le habían salido carísimas. No lo dijo para que se sintieran en deuda con ella, sino para que empezaran a comprender el valor de las cosas y el trabajo que cuesta tenerlas.

Su madre también la aturdía a consejos cuando era niña y la llevaba a la primaria con el uniforme heredado de su hermana mayor, zapatos de agujetas con suela de goma y en vez de mochila, un tánico de lona confeccionado por su padre en la talabartería donde teñía las pieles.

Antes de que Brandon y Brian se adelantaran hacia la fila de niños que iban llegando a la escuela Emma intentó darles la bendición, pero ellos no se detuvieron: ansiaban encontrarse con sus amigos, verlos después de tantos meses de haberse mantenido en contacto casi siempre por teléfono: “Morales: estás bien flaco.” “Lili, te cambiaste el peinado.” “Órale, Kevin: ¡qué tenis tan chidos.” “Mi hermano ya no va a volver a la escuela: está trabajando.”

Después de que los grupos avanzaron a sus salones, Emma permaneció junto a la reja mirando hacia el patio ya desierto, rodeada por un grupo de mujeres, entre ellas una señora mayor que, pese a no conocerla, le habló con familiaridad: “Vine a traer a mis nietos. Les dije que cuiden mucho los útiles porque están tremendos. ¿Sabe en cuánto nos salió una mochila? Mil cuatrocientos pesos. Son tres niños, ¿se imagina el gastazo.” Emma hace un gesto de asombro, da media vuelta y se aleja.

III

Hoy se cumple una semana de que sus hijos van a la escuela y sigue extrañándolos; sin embargo, reconoce las ventajas de estar sola: le rinde más el tiempo y nadie le pide ayuda para buscar algo. Brandon pierde el teléfono a cada rato y Brian, todos los días, los lentes. Emma sabe que es un pretexto de su hijo para no usarlos. Cuando ella iba a la primaria se valía del mismo truco para no ponérselos en la escuela. Era preferible que su mamá la llamara “irresponsable descuidada” a que sus compañeros le dijeran Cuatrojos.

Emma se ata el cabello con una liga, se pone el delantal y, olvidada de que se encuentra sola, habla en voz alta: “Ahora que recuerdo aquellas burlas pienso que eso del bullying siempre ha existido. Se llamaba de otra manera, pero ofendía. Lo peor era que cuando iba a quejarme con mi madre o con mi abuela, ellas no le daban ninguna importancia, porque veían las agresiones como cosas de niños.”

Hablará del tema en la primera junta de padres de familia que haya en este ciclo escolar. A las últimas, antes de la pandemia, asistían cada vez menos mujeres y más señores, de seguro desempleados. Llegó a esa conclusión por experiencia: cuando su padre se quedó sin trabajo en la talabartería empezó a suplir a su mamá en las juntas escolares y en los festivales. A ella le gustaba verlo allí, aunque visiblemente cohibido. Emma ahora entiende el motivo: encontrarse rodeado por una mayoría de mujeres confianzudas y participativas.

IV

Tal como en los días anteriores, el tiempo le ha rendido más. Apenas son las 11 de la mañana y ya puso la ropa en el tendedero, por si llueve en la tarde; los garbanzos se están cociendo y sólo le falta arreglar el cuarto de sus hijos. Entra y ve que, contrario a sus órdenes, las camas están revueltas, hay toallas húmedas en el piso, ropa tirada por todas partes y el clóset abierto y en un desorden incalificable.

Al cerrarlo, ve las mochilas que sus hijos llevaron a la escuela en segundo y tercer año. Las revisa y comprueba que están en buenas condiciones. Brandon y Brian se negaron a llevarlas porque según ellos estaban muy manchadas, pero lo cierto es que las rechazaron porque no son las de moda.

Aunque no quiera, ese capricho de sus hijos la conmueve y le recuerda que, en sus días de escuela, lo importante que fue para ella que le compraran, por considerarla ya una niña responsable, su primera mochila. Se sintió tan querida y realizada, tan mayor, que ya no le importó usar el uniforme desechado por su hermana ni los zapatos con suela de goma.

De pronto, recuerda el tánico de cotí que le hizo su padre y se pregunta dónde habrá quedado. Se propone buscarlo en cuanto tenga un tiempo libre. Será muy conmovedor encontrarlo y ver que aún guarda el lápiz amarillo con la goma mordida, su libro forrado con lustrina roja, un plumil sin tapa y los cuadernos con su nombre y la fecha precisa de aquellos días de escuela.

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