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Opinión

Mi Premio Ernesto Cardenal

Por: Elena Poniatowska / La Jornada

Conocer a Ernesto Cardenal en la sede del Instituto Cultural Helénico, en la avenida Revolución de la Ciudad de México, en 2007, fue una fiesta, porque nosotras, las mujeres en vías de ser Marylins Monroes, trajimos flores y él, desde el escenario, se abrió al sol de nuestro abrazo. Aunque no pronunció las palabras revolución o iglesia, que sellan su propia vida, su imagen fue la de un salvador, porque Ernesto Cardenal es la prueba viviente de que la poesía puede ganar la batalla en América Latina.

Durante su estancia en México, nos dimos cuenta de que no sólo salvaba a Nicaragua con las armas de la persuasión, sino con el filo de un arma inesperada, la de su poesía.

Sobre el amplio foro del edificio que heredamos de Grecia, vimos alzarse la emblemática figura de un peregrino que se pone de pie frente a todos y seduce por su sola presencia. Los aplausos se vinieron abajo. En vez de pedir una bendición, dimos uno que otro grito para implorar un poema y, al final, hicimos fila para subir a abrazarlo.

En sus palabras y en la fuerza con la que las dijo, enfundado en su traje negro, ya lustroso, hubo mucha luz. De toda su persona, hoy convertida en icono defensor de Nicaragua, emanó una energía proveniente de su misma vocación: sacerdote y poeta, salvador de almas y paridor de palabras que permanecen para siempre en la memoria. Ya desde entonces había en Cardenal más de guerrero que de penitente; más de personaje que de hombre de Iglesia; más de pecador que de santo, y a las mujeres nos atrae el peligro.

Más que su bendición, resaltaron sus rasgos de líder. Cardenal impactó por su sola figura. El entusiasmo con el que lo rodeamos nos hizo convertirlo en lo que ya esperábamos, un líder con mucho de guerrero y para nosotras, sus fans, un salvador que congrega en torno suyo una ronda sin pecado.

Si Cardenal hubiera prolongado su estancia en la Ciudad de México, muchas madres e hijas de familia, y una multitud de quinceañeras, se habrían unido a su causa, que es la de la libertad de América Latina.

Hoy que somos ciudadanas del mundo, condenamos a Rosario Murillo y a Daniel Ortega, quienes en México ya han sido rechazados tal como merecen. Hoy por hoy, es imposible decir Nicaragua sin que aparezca en el cielo caribeño la emblemática figura de capa y boina llamada Ernesto Cardenal, quien desde niño aprendió a responder presente en el momento en el que América Latina llamó a filas a sus mejores hombres y mujeres.

Si lo volvieran a llamar, Ernesto Cardenal también respondería presente y nuestras naciones lo reconocerían de nuevo como uno de los grandes salvadores de América Latina.

Claro que contamos con otros héroes. Todavía tenemos al alcance de la mano a Salvador Allende, al Che Guevara, a Fidel, a nuestro entrañable general Lázaro Cárdenas, pero al igual que el volcán Mataginas, que se alza entre dos mares, el sacerdote nicaragüense ondea en lo alto del astabandera de todas las grandes revoluciones centroamericanas. Y la palabra revolución, ya sabemos, es femenina.

A Cardenal lo visualizo con los brazos abiertos porque el sacerdote que oficia misa suele tomar el cáliz y levantarlo, para que la mayoría de los fieles también levanten los ojos y se consagren con la blancura de la hostia, el pan de la comunión. Para la mayoría de hombres y mujeres de América Latina suele ser fácil identificarse con la cruz, porque nuestros pueblos han vivido clavados en la pobreza.

Algunos seres excepcionales tienen un destino que va mucho más allá de sí mismos. ¿Empuñó un arma el poeta o fueron sus palabras las que dieron en el blanco? Es un lugar común repetir que la palabra es un arma, pero en el caso de Ernesto Cardenal, la poesía vino a completar la palabra pueblo.

A diferencia de la Revolución Mexicana, la centroamericana no tuvo por qué ser la de un hombre a caballo. Gracias a Cardenal, la imagen que llena nuestros ojos es la de un caminante que se cubre la cabeza con una boina y la espalda con una capa cuya amplitud abarca a comunidades con nombres que son pura poesía: Managua, León, Estelí, Masaya, Tipitapa, Altagracia, Jinotega, San Miguelito, poblaciones que nos reciben con un lenguaje que también es el de las flores y las frutas como caimitos, sandías, mangos, melones y árboles que responden al de plata lorito y copalchi, que crecen frondosos para dar gusto al ave del paraíso. En Nicaragua llaman indistintamente a un árbol algarrobo o quebracho. Otros árboles conocidos son madroño, sacuanjoche, chilamate, malinche, guanacaste, cortés. Al copalchi le dicen quina o cáscara sagrada. También, las frutas se muerden como las de Adán y Eva en el paraíso, pero nadie condena a los jocotes, nancites, nísperos, zapotes, pitahayas, mamones y papaturros.

Siempre imaginé a Nicaragua entre dos cielos, una tierra de colores encendidos y frutales, porque dos mares rodean su ondulante cuerpo de tierra fértil, el océano Pacífico y el mar Caribe.

Muy pronto, en la escuela, la seño Velásquez nos enseñó que Nicaragua era el país de la poesía, antes que cualquier otro en nuestro continente, porque el primer poema que nos hizo memorizar, en tercero de primaria, fue el de Rubén Darío: “Qué alegre y fresca la mañanita, me agarra el aire por la nariz…” y, aunque yo no era la muchacha gorda y bonita que sobre la piedra muele maíz, la seño Velásquez nos hizo creer que Rubén Darío era también un niño, y si jugábamos con él, haríamos de los años por venir un ronda en la que correríamos mucho para no quedar atrás.

A Nicaragua, píntenla de colores, solía ordenar la seño Velásquez, y a México, ya saben, de verde, blanco y colorado. Esa fue mi primera lección de historia, y también de geografía, en la escuela al llegar a México en 1942.

También entonces, mi hermana y yo hojeábamos una revista llamada Social, en la que aparecía con frecuencia una nicaragüense, Mélida, hermana del poeta Salomón de la Selva, que Diego Rivera abrazó. Aquí en México, Salomón de la Selva escribió El soldado desconocido, porque él mismo participó en la Primera Guerra Mundial. Como mi padre también fue soldado en la Segunda Guerra Mundial, mi hermana y yo leímos su poema con emoción:

Después ardió Texcoco: / reflejó el lago / seis días y seis noches / las rojas llamas / con humareda grande, / rojiza y negra: / no quedó casa ilesa, / ni doncella inviolada / ni guerrero con hálito / de vida. Perecieron / también niños y niñas.

Cuando Cardenal vino a la Ciudad de México en 2007, llevaba sobre sus hombros esa capa que ha logrado cubrir también a Guatemala, a El Salvador, a Honduras, a Belice, a Costa Rica y a Panamá. El vuelo de ese manto que escogió de niño sin saber que en él estaba su destino, lo llevó a la abadía trapense de Nuestra Señora de Gethsemani, en Kentucky, al lado de Thomas Merton, quien lo regresó a su raíz más profunda, la de su tierra, su Nicaragua.

Al regresar de Estados Unidos y tomar en brazos a Nicaragua, Cardenal la hizo suya y logró abrir mares y montañas, ríos y llanuras que él bendijo al lado de las 20 fronteras que separan las 20 naciones de América Latina.

Unir a América Latina en un solo abrazo ha sido la tarea de los grandes libertadores. Nicaragua es un país de poetas, y Cardenal hizo que dos figuras señeras presidieran su destino: Rubén Darío, quien transformó toda la poesía de América Latina, y Thomas Merton, quien le dio a escoger las frías madrugadas de cielo blanco de su convento de Gethsemani.

En México, en 1965, Octavio Paz publicó en la Revista de la Universidad de México un homenaje a Rubén Darío. Aún no germinaban bajo el sol dos grandes árboles frutales, Gioconda Belli y Daisy Zamora, tampoco había crecido el alto cedro Sergio Ramírez.

Presenciar una tragedia como la pérdida de libertad en Nicaragua suele crear un lazo entre hombres y mujeres. América Latina ha sido un enorme surtidero no sólo de riquezas, sino de desastres naturales, que bien podríamos calificar de personales.

Lo primero que me viene a la memoria al pronunciar Nicaragua, además de la bella figura del mítico Sandino, es la de Sergio Ramírez, más familiar que la de Ernesto Cardenal con su gorra y su capa de peregrino, porque a Sergio era fácil verlo en casa de Carlos Fuentes.

La boina guardó la herencia de los primeros libertadores, la de Simón Bolívar, la de José Martí, la de quienes cruzaron la tierra minada de América Latina.

Muchos peregrinos de la fe y de la escritura han seguido a Ernesto Cardenal, que además de levantar la mano para dar la absolución, la ofrece para atravesar tempestades y abismos, porque nadie mejor que él conoce los peligros del alma y del cuerpo en países como los nuestros, tan dispuestos al estallido, no sólo porque la tierra tiembla, sino porque sus habitantes se levantan en armas contra tanta injusticia e inequidad.

Nuestros países fueron de oro y por lo mismo codiciados desde su descubrimiento. Sus riquezas naturales se convirtieron en un botín que sigue siéndolo hasta el día de hoy. Los viajeros se detuvieron (como escribió Alfonso Reyes) y todavía hoy pretenden llevarse tantísimas bondades.

Ningún paraíso viene solo, siempre hay un árbol del bien y del mal que crece en tierra de indios. Revoluciones, asaltos, terremotos, inundaciones y volcanes que pronto salen de la tierra e irrumpen en la vida de América Latina y la cubren de lava, de agua y de otras calamidades. Su descubrimiento convirtió a nuestras tierras en diosas a las que hay que venerar como hizo en México Ramón López Velarde, quien nos cubrió con una nueva especie de maíz, no sólo el del cacahuazintle, sino el de la poesía, que antes había sembrado Rubén Darío en nuestras planicies.

Nicaragua es tierra de poetas volcanes, poetas palmeras, poetas árboles y poetas flores, que ensartan palabras en hojas tan carnosas e impregnadas de deseo como las aves del paraíso que hicieron volar la poesía de Rubén Darío.

En la escuela primaria, la seño Velásquez solía decirnos en su clase: Jugué mi corazón al azar y me lo ganó el destino, al citar a José Eustasio Rivera, pero en vez de violencia decía destino, y la verdad no sabía, yo no entendía, pero se me grabó esa frase, y cuando conocí a Ernesto Cardenal y a su destino de Cristo de la poesía, me acerqué a él porque pensé que seguramente él había jugado su corazón sobre toda América Latina.

Con los ideales que arden bajo una boina bien calada, Cardenal señaló una forma totalizadora de amar a los pueblos de América: la de la educación, la del amor a las letras, ante todo a los árboles y las pasturas de la poesía. Al salir de sí mismo y reconocerse poeta, también recorrió con su palabra todo un continente.

Si Helder Cámara, en Brasil, escogió a los abandonados y nos descubrió la miseria de la primera favela, Cardenal nos enseñó que la poesía puede cubrir a todo un continente y recoger los anhelos de los olvidados de siempre, los que tejen la palma bajo el sol y se cubren con ella, los que remueven la tierra y siembran el maíz del inmenso continente americano.

Al igual que sus hermanos en la comunidad benedictina de Gethsemani, Cardenal se entregó a una intensa vida de oración con Thomas Merton, al Oficio Divino que tiene un nombre poético, Liturgia de las Horas, que se reza siete veces al día, tal como pidió San Benito.

Ser visitante distinguido en México lo hizo saturar las planas de los periódicos: pocos editorialistas pudieron prever que muchos fieles o curiosos acudirían al centro cultural de la avenida Revolución a celebrar el fenómeno Cardenal.

Su agenda de trabajo resultó intensa e innovadora, y para los jóvenes, una revelación, porque el sacerdote habló de su devoto amor por Marilyn Monroe, quien murió en 1962. Muchas oyentes, en 2007, le pedimos su Oración por Marilyn Monroe, y la dijo en voz alta y muy despacio: Señor / recibe a esta muchacha conocida en toda la Tierra con el nombre de Marilyn Monroe. Cardenal habló de la niña huérfana violada a los nueve años que ahora se presentaba ante Dios sin ningún maquillaje / sin su agente de prensa / sin fotógrafos y sin firmar autógrafos / sola como un astronauta frente a la noche espacial. Más sorprendido que cansado, a Cardenal le halagó que tantos acudiéramos a conocerlo y requiriéramos: Quédese, lo necesitamos. Quizá no previó ese recibimiento, por eso las manifestaciones de cariño debieron animarlo, aunque él sabía que la popularidad es una cruz, tal como previno años antes el padre Thomas Merton.

A Cardenal, México se le vino encima como el Popocatépetl y la Iztaccíhuatl, que se dejan caer sobre los pueblitos asentados en su falda de hielo, pero él se paró a medio escenario y leyó despacio: Detrás del monasterio, junto al camino, / existe un cementerio de cosas gastadas, / donde yacen el hierro sarroso, pedazos / de loza, tubos quebrados, alambres retorcidos, / cajetillas de cigarro vacías, aserrín / y zinc, plástico envejecido, llantas rotas / esperando como nosotros la resurrección.

Discurso que leyó la escritora al recibir el galardón

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