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Opinión

Mar de Historias | El operario / Cristina Pacheco

Por: Cristina Pacheco

Para Antonio Helguera, como una muy afectuosa despedida.

Matilde entra en la recámara a fin de inspeccionar las reparaciones. El olor a pintura le recuerda el primer departamento que ella y su hermana Artemisa rentaron en la colonia Los Ailes. En cuanto el conserje del edificio les entregó el juego de llaves y se quedaron a solas, para festejar su independencia de la familia se soltaron bailando alrededor de una fogata imaginaria, como habían visto hacer a los apaches de película.

Matilde sigue su recorrido por las habitaciones para cerciorarse de que no hayan quedado manchas de salitre, algún vidrio roto, una fisura, llaves de las que escurran gotas de agua que la pongan nerviosa con su tamborileo.

Satisfecha con la revisión, acepta que valió la pena invertir una buena cantidad de dinero en los arreglos que, a lo largo de cinco semanas, estuvieron a cargo de Onésimo. Reconoce que es un magnífico operario –de los de antes–, capaz de hacer lo mismo trabajos de electricidad o de albañilería, que de pintura y plomería. En verdad se felicita por haber contratado los servicios de ese hombre; lástima que hablara tanto.

II

Aunque muchas veces sintió el impulso de pedirle que se callara, nunca lo hizo porque al fin, por una u otra razón, quedaba atrapada en los relatos de Onésimo acerca de sus aventuras juveniles como inmigrante en la ciudad y después como aprendiz de albañil, herrero, saca borrachos en una cantina o dependiente en un expendio de carbón. El dueño le permitía quedarse a dormir allí a cambio de que también hiciera funciones de velador.

Con voz grave, Onésimo le confesó a Matilde que, de todas sus ocupaciones, esa le había resultado la más peligrosa y desgastante, porque algunas noches llegaba a visitarlo una bruja que con sus aspavientos y alharacas lo desvelaba. Para alejar a la siniestra aparición había tenido que recurrir a conjuros heredados de su abuela, todos a base de ceniza, humo y agua.

III

Matilde entra a revisar el cuartito que utiliza como taller de costura. Aunque sin ventanas, tiene la ventaja de que hasta allí no llega el ruido de la calle. Enseguida percibe el fuerte olor personal –muy denso, entre salado y amargo– dejado por Onésimo. La alivia saber que, desde mañana, ya no tendrá que soportar ese hedor y tampoco perder el tiempo escuchando sus aventuras heroicas que tal vez sean inventos.

Para Matilde, lo piensa ahora, la mayor ventaja de que Onésimo haya terminado las reparaciones es que ya no será necesario que se levante a las seis de la mañana para estar presentable a las ocho, hora en que llegaba el operario, listo para componer alguno de los muchos desperfectos en el departamento. Los deterioros se habían ido acumulando a lo largo de los meses en que, severamente confinada y temerosa del contagio, no había recurrido a la ayuda de ningún trabajador.

IV

La vivienda parece nueva. Todo funciona a la perfección gracias a las habilidades de Onésimo, tan detallista en su trabajo y tan descuidado en cuanto a su apariencia. Su forma de vestirse era lamentable, de risa: los colores jamás combinaban y la talla parecía inadecuada para sus proporciones. Matilde reconoce que, a pesar de esos descuidos, Onésimo siempre lucía bien, sobre todo cuando usaba la bromosa chaqueta de paño azul oscuro. Por las solapas y la botonadura, parecía diseñada para un marinero. Algo de eso, de hombre de mar, había en Onésimo, en su olor.

Ayer por la tarde, al despedirse, él le había dicho que sus trabajos quedaban garantizados, y que en caso de que se le presentara algún problema podía llamarlo en cualquier momento, ya que al fin había podido comprarse un celular. Orgulloso de su logro, con cierta solemnidad le entregó el papelito con el número telefónico que ella guardó entre las hojas de la libreta donde tiene los datos de sus clientes y de sus amigas.

V

Por cierto, ¿cuánto tiempo hacía que no las invitaba a comer? Casi año y medio. Cuando vuelvan a visitarla quedarán sorprendidas por el aspecto del departamento. Desde luego, piensa darle a Onésimo el crédito que merece y se los recomendará por ser un magnífico operario, pero con la advertencia de que habla mucho, tiene un olor muy extraño –denso, amargo, salado– y es tan supersticioso que cree en la existencia de las brujas. Para divertirlas, piensa contarles la historia de la hechicera desterrada de la carbonería por una misteriosa combinación de humo, cenizas y agua.

Quiere ser justa. Les dirá a sus amigas que por encima de todos esos inconvenientes, Onésimo tiene la cualidad de ser honesto a carta cabal. Muchas veces puso a prueba su honradez dejando a su alcance monedas o billetes de baja denominación. Jamás faltó un centavo, cosa extraordinaria –según Matilde– en esta época, cuando una persona es capaz de matar a otra con tal de arrebatarle un puño de miserables pesos.

Matilde se complace pensando en que, a partir de mañana, no tendrá que invertir ni un minuto en probar la honradez de Onésimo. Estará sola, como antes, disfrutando de su departamento remozado, funcional, tan silencioso como a ella le gusta. Sólo oirá las voces de sus vecinos o de las personas que van por la calle y, ajenas a toda privacidad, cuentan a gritos los pormenores de su vida a través del celular.

Entre más lo piensa, más ventajas encuentra en el hecho de que Onésimo ya no tenga a qué volver: podrá levantarse tarde y, si se le antoja, pasársela todo el día en fachas; preparar comida sin que el olor a tíner corrompa el de sus guisos y la música que tanto le gusta oír no será masacrada por taladros y martillos.

Después de hacer el inventario mental, Matilde está más segura que nunca de que, por dondequiera que la vea, la ausencia de Onésimo será muy provechosa para ella. Entonces, ¿por qué se siente triste? Tal vez porque el cielo está nublado, llueve a ratos y sigue haciendo frío.

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