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Opinión

Mar de historias – El olor del verano

Por: Cristina Pacheco

Por: Cristina Pacheco

Aún tengo las llaves. Gabriela me suplicó que las conservara cuando empezó a darse cuenta de que, contra lo diagnosticado por su médico, inexplicablemente iba perdiendo fuerzas. Abrí la puerta, cerré los ojos y me detuve con la absurda esperanza de oír la pregunta invariable con que me recibía las tardes en que iba a visitarla –¿Quién es? – y ya sin necesidad de responder que era yo ni pedirle a mi amiga que me dijera dónde estaba.

En qué otra parte podía encontrarse si no en la habitación donde pasó las últimas semanas, con breves interrupciones para caminar hasta la sala donde, junto a la ventana, estaba el piano que le había comprado a Óscar para entregárselo como sorpresa el día en que él al fin pudiera cumplir su compromiso de venir a visitarla.

Recuerdo a Gabriela sonriente, pensativa, deslizando sus dedos por el teclado, tal vez sintiendo que ese leve contacto la acercaba a su hijo becado, de tiempo atrás, en una prestigiada academia de música de Graz, una ciudad de Austria.

II

Las cortinas estaban entreabiertas, tal como las habíamos dejado la mañana en que Gabriela nos pidió a Tita, su enfermera, y a mí que la acercáramos a la ventana para mirar la calle que había atravesado cientos, miles de veces, con su prisa de siempre, con su ansia por llegar cuanto antes a su departamento y ver si Óscar le había enviado alguna de las tarjetas postales con que de vez en cuando se hacía presente.

Sobre el buró, que Gabriela llamaba farmacia de bolsillo, permanecían el vaso de jugo navegado por hormigas diminutas, la caja de pañuelos desechables y, en un platito, la manzana partida a la mitad, ya oxidada. Al verla intacta recordé mi fastidiosa insistencia para convencer a mi amiga de que le diera una mordida y ella, con la cabeza echada hacia atrás y los labios fuertemente apretados, se había resistido una vez más a comer.

Poco a poco, Gabriela había perdido interés en distinguir o apreciar los sabores. Los aromas le causaban náuseas, excepto el de sus flores predilectas: las gardenias. En una taza, ya amarillas, pero con las hojas aún verdes y lustrosas, estaban los dos ramitos que le había comprado unas tardes antes a una mujer indígena con un bebé entre los brazos. Protegidas por un papel celofán, puse las flores en el asiento del copiloto, pensando en lo mucho que se alegraría mi amiga al verlas, al sentir que el aire de su cuarto se refrescaba con el aroma que anuncia y engalana el verano.

III

En la cama las sábanas guardaban algo, muy poco, de la forma de su cuerpo disminuido, derrotado por aquellos dolores que nunca le mencionó a Óscar, entre otras cosas porque no les daba importancia, ni siquiera cuando acabaron por imponerle cierta inmovilidad que ella interrumpía por breves minutos para, con la ayuda de Tita o la mía, acercarse al piano y recorrer las clavijas soñando, estoy segura, en la expresión feliz de Óscar cuando descubriera el piano.

En la precipitación de las últimas horas, a nadie se le había ocurrido cerrar la ventana por si llovía, cubrir las teclas o devolver a su sitio la foto de Óscar, tomada la misma noche de su viaje. Con frecuencia, sobre todo en los últimos tiempos, Gabriela me contaba que, sin confesárselo abiertamente, hasta poco antes de la despedida, ella había alimentado la esperanza de que él desistiera del viaje y regresaran al departamento en desorden, con ropa tirada por todas partes, donde de seguro estaban los lentes de repuesto que su hijo había perdido.

IV

Me sobresaltó escuchar el timbre. ¿Quién podía ser? Por un momento pensé en ignorar el llamado, pero ante una nueva catarata de timbrazos, desistí y me encontré con un muchacho corpulento que, sin mirarme siquiera, me dijo que tenía un envío para Gabriela Rodríguez y me entregó un sobre.

Firmé de conformidad y abrí el sobre. Contenía una foto de Óscar enarbolando un certificado que en el reverso tenía un breve mensaje: Pasé el examen. Me programaron para el segundo en un mes. Entonces podré ir a visitarte. Eso lo había escrito Óscar mucho antes de recibir mi llamada anunciándole la muerte de Gabriela. ¿Cómo?, me preguntó sin entender. Y, sin darle más explicaciones porque no encontraba la manera de hacerlo, le informé que los servicios funerarios habían sido la noche anterior. No habría podido llegar y por el momento ya no tiene mucho sentido que vaya; pero iré en cuanto consiga el permiso en la academia. Le reiteré mi pésame y le di mis datos para que me informara de su arribo.

V

Dejé sobre el piano la fotografía de Óscar con su certificado y pensé que, cuando nos viéramos, tendría que contarle, entre otras cosas, que la primera vez que vi a Gabriela yo estaba arreglando el aparador donde teníamos exhibido un piano de media cola como la oferta del mes.

Al cabo de unos minutos, Gabriela entró a preguntarme por el precio del instrumento. Antes de contestarle aclaré que era toda una ganga. ¿Pero suena bien?, me preguntó desconfiada. Le dije que sí y le sugerí probarlo. Accedió, aunque disculpándose, porque tocaba poco, apenas lo necesario para dar clases en algunas escuelas; en cambio su hijo Óscar, que acababa de irse becado a Europa, era ya un gran pianista y no dudaba que del extranjero volvería convertido en todo un virtuoso.

El piano estuvo algunos meses en espera de un comprador: fue Gabriela. Para celebrar la adquisición me invitó a su casa. Así nació entre nosotras una fuerte amistad. Cuando nos reuníamos, ella siempre me hablaba de Óscar y de lo mucho que la ilusionaba verlo otra vez y darle la bella sorpresa del piano.

Antes de lo esperado, Óscar me llamó para decirme que vendrá en dos semanas. La perspectiva me inquieta, tengo dudas, pero sé que debo conocerlo, explicarle cómo sucedieron las cosas, que su madre se fue en paz y entregarle las llaves del departamento. Hay tiempo de sobra para arreglarlo, quiero que Óscar lo vea tan ordenado como lo tenía su madre. Si aún las encuentro, pondré sobre el piano un ramito de gardenias, el olor del verano y también de la ausencia.

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