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Opinión

Mar de Historias | De ida y vuelta

Por: Cristina Pacheco

La llegada de todo visitante hasta aquellas lejanías era siempre motivo de la curiosidad de las mujeres y del alboroto de los niños. Sus gritos de entusiasmo se mezclaban a los ladridos de los perros. Eso fue lo primero que oyó la maestra Guadalupe al bajarse del camioncito de redilas que transportaba a los viajeros desde la estación del ferrocarril hasta los diferentes poblados y rancherías. La última era San Antonino, la meta de la profesora sin experiencia profesional, pero con muchos deseos de verse ya frente a su primer grupo de alumnos, en un salón que imaginaba modesto, pero amplio y soleado.

Carta
Queridos todos:

El viaje en tren fue muy tranquilo, pero no pude dormir en toda la noche porque tenía miedo de pasarme de Los Amates, donde un camión iba a llevarme a San Antonino. Quise distraerme mirando el paisaje por la ventanilla, pero todo estaba muy oscuro y sólo alcancé a ver una luz por aquí y otra por allá.

El tren se detuvo un ratito en un lugar llamado Empalme. Aunque era más de medianoche, en la estación estaban esperándonos algunas mujeres que ofrecían pan de anís, gordas de manteca, ristras de limas y capulines. Se me antojó comprar algo porque desde que salí de la casa sólo había comido los taquitos que me prepararon. Como no pude bajar la ventanilla me quedé con el antojo.

Entonces recordé las veces en que la abuela nos hacía enjambres de piloncillo y nos aconsejaba que, en vez de comerlos luego luego, los guardáramos un ratito para regalarle nuestro sacrificio al Santo Niño. Todo se me figuró tan claro que hasta repetí la oración que, como pericos, entonábamos de prisa mis hermanos y yo.

II

La maestra Guadalupe fue la única que bajó del camioncito de redilas en San Antonino. La recibió un grupo de niños que, asombrados, agitaban banderas de papel como si se tratara de alguna autoridad municipal y no de la nueva maestra. Como pudo, venciendo su timidez y su temor ante la desconfianza agresiva de los perros, Guadalupe agradeció la bienvenida y no tuvo que preguntar por la casa de los Sánchez: los lugareños estaban enterados de que, a falta de una posada o un hotel, los visitantes sólo podían alojarse allí durante su estancia, casi siempre muy breve, en San Antonino.

Carta
Queridos todos:

Llegué a San Antonino muy temprano. Como no era día de clases me dediqué a acomodar mis cosas en el cuarto que me dieron los Sánchez. Joaquín y Remedios son muy amables y viven con su única hija: una jovencita risueña, chapeada, con el cabello y las cejas blancas, blancas. Nunca había visto a una persona como ella, y aunque procuré disimular mi curiosidad, creo que no lo hice bien porque Remedios se dio cuenta y me dijo: Es muy buena niña y muy acomedida. Se llama Clotilde. El sol le irrita mucho la piel y los ojos, por eso no le gusta salir. Pensé en otros posibles motivos de su aislamiento, pero no dije nada.

III

La escuela, a la sombra de un codo de fraile en plena floración, era sólo un cuarto de adobe. Su puerta vencida protegía a las que anidaban por todas partes: sobre el pizarrón cuarteado, bajo la mesa de tres patas que había servido como escritorio a los pocos maestros llegados hasta allí, quienes, luego de una breve estancia, habían desaparecido derrotados por la soledad, la lejanía y, sobre todo, por el desinterés de los niños, habituados a la actividad en el campo y a disfrutar de una libertad sin más límite que la caída de noches intensamente oscuras y estrelladas.

Carta
Queridos todos:

No escribí antes porque no he tenido nada nuevo que contarles. Todos los días son iguales y las horas se alargan, pero siempre trato de mantenerme ocupada. Invierto mucho tiempo en ir a las casas para tratar de convencer a los padres de que me manden a sus hijos a la escuela, pero ellos me dicen que necesitan a sus hijos en el campo, ya que no pueden contratar jornaleros que vengan de otras partes.

Los domingos, aunque no haya clases, me voy a la escuela y desde allí les escribo lo que me sucede. La novedad es que poco a poco me he ganado la confianza de Clotilde y cuando estamos solas me pide que le ayude a escribir su nombre. Se le dificulta mucho ensartar las letras y tengo que llevarle la mano, como hacía mi padre conmigo cuando, a los cuatro años, me enseñó a escribir. En la nochecita me siento en la cocina con los Sánchez, que siempre me cuentan las mismas cosas y terminan diciendo que tienen que acostarse temprano porque al día siguiente tendrán que trabajar. Me voy a mi cuarto y allí espero otro lunes, con la ilusión de que más niños asistan a mi clase y de que pase algo.

Aunque ya estoy medio acostumbrada a la vida en San Antonino, extraño muchas cosas de allá, sobre todo a ustedes, a los abuelos, a mis hermanos y al Pinto. Háblenle de mí para que no me olvide y me reciba dando saltos y vueltas cuando regrese. Cuento los días que faltan para eso.

IV

Largas, monótonas tardes en San Antonino. Mientras las mujeres trajinan en la casa, los hombres se sientan a mirar el cielo con la esperanza de ver señales de lluvia, pero las nubes bajas pasan y se alejan despacio, con tiempo suficiente para dibujar su sombra sobre la tierra que parece muerta. No lo está, sólo espera.

Carta
Queridos todos:

Es increíble lo rápido que ha pasado el tiempo. Esta es la última carta que les escribo desde San Antonino porque mañana temprano pasa a recogerme la camioneta para llevarme a Amates, donde tomaré el tren. Cuando me vaya de aquí todo quedará igual a como lo he visto durante meses, sólo en la escuela hay algo diferente: la despedida que José, en nombre de sus compañeros, escribió sobre el pizarrón resquebrajado: Adiós, maestra.

Perdonen, interrumpí la carta porque vino Clotilde. No dijo nada, sólo puso en mi mano un papelito con su nombre completo y abajo tres palabras: Esta soy yo. Siempre que recuerde esta época de mi vida pensaré en la escuela de adobe, el mensaje de Clotilde y aquellas noches intensamente oscuras y estrelladas de San Antonino.

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