Opinión

Mar de Historias / Cristina Pacheco

Por: Cristina Pacheco / La Jornada

Mina linda: a que no adivinas quién volvió a llamarme el domingo: Gildardo Angulo. Quiere que colabore en el próximo número de su revista. Desde reunir diferentes puntos de vista acerca de qué modo la pandemia nos ha hecho revalorar la salud, el tiempo, la casa, la convivencia y la relación que tenemos con los animales de compañía. Elegí este tema, entre otras cosas, porque así podré contar las circunstancias en que conocí a Mirlo y lo mucho que significó para mí. Sé que es tonto, pero aún sueño que aparece. En correo aparte mando lo que llevo escrito para que me digas si voy bien o me regreso. Abrazos.

I

El desconocido

(Relato basado en un hecho real)

Al atravesar la calle me sorprendió no ver al perro tendido junto a la entrada de la casa. Imaginé que estaría dando vueltas por allí o persiguiendo a las gallinas que tiene la encargada de la pensión. Cuando iba a abrir la puerta vi intactos los platos donde, antes de irme al trabajo, a diario le pongo agua y comida.

Aunque iba muerta de cansancio, me puse a recorrer la calle con la esperanza de encontrarlo, y pese a que no me gusta molestarlos, fui a preguntarles a mis vecinos si habían visto al perro que en las últimas dos semanas siempre estaba echado frente a mi casa. Para que me entendieran mejor, se los describí como si nunca antes lo hubiesen visto: “Es negro, chaparrito, tiene manchas blancas en las patas y le falta una oreja.” Por supuesto lo recordaban, pero no lo habían visto.

Me desanimó lo infructuoso de mis intentos y acabé por desistir de la búsqueda. Necesitaba descansar después de haber tenido uno de esos días fatales en los que todo se complica, hay tensiones con la jefa, te cancelan citas y acabas de pésimo humor.

No me pareció justo que después de haber sufrido tantos problemas llegara a mi casa y no viera al perro del que ya me estaba encariñando.

II

Encontré mi casa helada y decidí prepararme un té. El calorcito y el sabor de la canela me reanimaron tanto que hasta recuperé el optimismo. Pensé que al otro día las cosas iban a mejorar en la oficina y no descarté la posibilidad de que esa misma noche regresara el perro, de seguro mojado y muy hambriento. Por si mis buenos deseos se cumplían agarré una toalla viejita y salí a tenderla a un lado de la puerta, en el sitio donde duerme el perro.

Allí estaba la primera vez que lo vi, una mañana que iba saliendo rumbo a mi trabajo. Enseguida pensé que andaba perdido y me le acerqué. Como era de esperarse, sintió miedo y se puso a ladrar. Después de un momentito volví a acercarme para ver si de su collar colgaba la placa de identificación que les ponen a los animales de compañía. No la llevaba, así que era imposible comunicarme con sus amos para decirles dónde se encontraba su mascota.

En ese momento apareció Carmelo, el barrendero, que al ver al perro se deshizo en elogios por su belleza. Le pregunté si creía que estaba perdido y me respondió: “No. Para mí que a ese animalito lo abandonaron sus dueños. Desde que empezó todo esto de la pandemia, allá por donde vivo a cada rato llegan personas con sus mascotas, las sueltan y en cuanto las ven echarse a correr, se largan y las dejan. ¿Por qué lo hacen? A lo mejor porque les falta espacio donde tenerlos, se quedaron sin trabajo y ya no pueden alimentarlos, ¡quién sabe!”

Le encargué a Carmelo que, si de casualidad se encontraba al perrito, fuera a decírmelo y él me dio un consejo: “Lléveselo a su casa. Así usted estará tranquila y el perrito no correrá peligro.” Le conté que en más de una ocasión lo había pensado, pero no era posible: mi casera, que es también mi vecina, el día que firmamos el contrato me advirtió que estaba prohibido tener perros en la casa: la horrorizan.

III

El día de nuestro encuentro, me costó trabajo dejar al animalito a media calle, pero tenía que irme a la oficina. En cuanto llegué le conté a Diana la sorpresiva aparición del perro y ella se acordó de que, cuando pasa por Sadi Carnot, ve frente a la puerta del dispensario dos platos con agua y pedazos de pan que una enfermera pone a los animales abandonados, que ahora son muchísimos.

Pensé que iba a hacer lo mismo si en la noche permanecía el perro frente a mi casa. Verlo allí, dormitando, me dio mucho gusto. Él se me quedó mirando con una expresión muy dulce, de reconocimiento, y cuando estiré la mano para acariciarlo no ladró, no hizo intento de escapar y me dio un lengüetazo en el zapato. Nunca imaginé que algo así pudiera emocionarme hasta las lágrimas. Para corresponder al gesto, entré en la casa para llevarle agua y algo de pan. Se puso a comer enseguida. Su avidez me recordó a Mirlo, el cachorro que me regalaron mis padres cuando era niña, y decidí ponerle ese nombre.

Desde ese momento, Mirlo se convirtió en una presencia muy importante para mí. Por las mañanas me alegraba solo de verlo y por las noches dormía tranquila a sabiendas de que él estaba junto a mi puerta, listo para avisarme con sus ladridos de cualquier presencia extraña.

Un domingo por la mañana salí con la intención de llevarlo a la veterinaria para que lo vacunaran y le pusieran, por el momento, una placa con mi teléfono por si volvía a perderse. Al abrir la puerta sólo encontré los platos y la toalla viejita donde Mirlo descansaba.

IV

Mina querida: hasta allí voy en mi relato. No he podido terminarlo porque no tengo valor para contar lo que sucedió en realidad: al día siguiente de su desaparición, Carmelo encontró a Mirlo en la avenida, atropellado. Para no describir aquel momento espantoso, inventé varios posibles finales: que mi vecina encontró a Mirlo atrapado entre las ramas de un arbusto, que sus dueños regresaron por él o que los niños del internado lo adoptaron. Dime por favor: ¿Cuál elegirías tú?

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