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Opinión

Mar de historias

Por: Cristina Pacheco

En memoria de la niñita que murió dos veces.

Para aligerar el tedio de ir por el mismo camino que recorre dos veces a diario rumbo al paradero, Hortensia hace un breve inventario de su jornada de trabajo y reconoce que tiene motivos suficientes para sentirse contenta y relajada como hace mucho tiempo no lo estaba: contra lo que temía, el nuevo jefe de personal resultó bastante accesible, en el taller no hubo devoluciones ni quejas, en toda la mañana la luz no se fue y su máquina funcionó muy bien gracias al cambio de motor.

Por si todo eso fuera poco, su hermano Edmundo la llamó a media mañana para decirle que, luego de dos meses en la agencia, había logrado la primera venta de un coche y le prometió que con la comisión que recibiera iba a pagarle lo que le debe. No es la primera ocasión en que Edmundo le hace tal ofrecimiento y desconfía de que vaya a cumplirlo; sin embargo, conserva el buen humor.

En el paradero encuentra a un grupo numeroso de personas, entre ellas una mujer que se distingue porque viste ropa de lycra entallada y habla en tono muy alto por el celular, sin que le importe que la oigan: “Mario se presentó cuando todos dábamos por hecho que ya no llegaría al cumpleaños de la niña. Estaba medio borracho, pero al menos se acordó de llevarle un regalito a la escuincla. ¡Hubieras visto la cara de felicidad que puso la chamaca cuando lo recibió! Y Celia, ya te imaginarás: de tan contenta hasta se veía guapa. Para mí que en cualquier rato vuelve con Mario. Ay, amiga, tengo que dejarte. Ahí viene mi camión. Luego te llamo para decirte cómo terminó la fiesta.”

II

Hortensia aborda con dificultades el transporte atestado. Intenta desplazarse por el pasillo. Logra dar un paso y queda detenida cerca de la puerta y frente a la mujer forrada en lycra. Al verla tiene la impresión de que vuelve a oír lo que dijo por el celular. Le gustaría preguntarle cómo se llama la niña de la fiesta, qué le regaló su padre, si tiene un hermanito.

Basta con eso para que de inmediato surjan recuerdos fragmentados de aquellas noches en que ella y su hermano Edmundo –en la habitación compartida– se escondían bajo las sábanas para no oír las frecuentes discusiones entre sus padres, casi siempre originadas por conflictos familiares, problemas de dinero, malos entendidos –nada que no quedara olvidado por la mañana. Café con leche y besos en la frente.

Después de una tregua en que gritos y reproches fueron sustituidos por el silencio y la quietud, una noche, a la hora de cenar, mientras ella y Edmundo luchaban por ganarse el pan dulce, estalló el conflicto cuando de pronto su padre retiró el plato y dijo algo inesperado: “Margarita, no puedo seguir así. Esto no es vida y para ti tampoco. Voy a hablar con los niños y que ellos decidan. Si es necesario, les explico…”

Hortensia recuerda a su madre, tensa, con los puños cerrados, diciendo: “Lázaro: te lo prohíbo; son unos niños, o es que tampoco de eso te das cuenta. Ahora, si lo que quieres es deshacerles la vida, ¡habla!”

De lo que sucedió después, Hortensia recuerda imágenes como si fueran las fotos que, guardadas en el álbum familiar, se miran de prisa. Su padre cubriéndole la boca a su mamá para impedirle que siga hablando. Los dos sobre la mesa, forcejeando. Ella se defiende y él le rodea el cuello con las manos. Edmundo con un cuchillo amenaza a su padre. Gritos desaforados, llantos, acusaciones. Los pasos a través del pasillo. El golpe de la puerta al cerrarse es lo único que Hortensia recuerda con precisión, y aún resuena en su cabeza como el estallido que fracturó su vida para siempre.

III

Padecieron la falta del padre varios meses. Hortensia reconoce que durante todo ese tiempo su madre se mantuvo firme, aparentemente serena, tratando de conservar el orden en la casa; nunca se refirió al ausente, pero si su hermano o ella le decían que lo extrañaban, su silencio era peor que un reproche.

Hortensia recuerda que un domingo reapareció su padre y, sin dar explicaciones, fue hacia su madre para besarla, pero ella rechazó la caricia. Edmundo, muy asustado, mantuvo la actitud defensiva. Y ella, ¿qué había hecho? Correr hacia su padre y abrazarlo. En ese momento le sintió un fuerte olor a alcohol. No dijo nada porque en aquel momento lo único significativo era que él había vuelto, que estaba allí, cerca.

Luego vino la peor etapa: largos silencios, alegrías fingidas, la falsa ilusión de que el trato distante entre sus padres era muestra de respeto y cordialidad, y no de lo que era: desamor, frustración y el más profundo de los rencores. Edmundo y ella han hablado mucho al respecto y ambos coinciden en que preferían las noches de gritos y reclamaciones: eran tristes y muy desagradables, pero al menos reales.

Agobiada, Hortensia siente urgencia de alejarse de los recuerdos, de respirar aire fresco, de que la lluvia le teja una piel nueva y pide al conductor que se detenga porque necesita bajarse. Antes de conseguirlo, mira a la mujer envuelta en lycra que, sin imaginarlo siquiera, la había devuelto a la más triste noche de su vida.

IV

A Hortensia le falta un buen tramo del camino para llegar a su casa. La alivia saber que a esas horas la encontrará vacía y que, sola, podrá aliviarse a gritos, maldecir, llorar. Si en algún momento de su desahogo algún miembro de su familia aparece, justificará sus lágrimas bajo cualquier pretexto. Sin duda le creerán, porque en estos tiempos sobran motivos para el llanto.ir.

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