Los desaparecidos, antes y ahora
Se solía decir, a finales de los años 70, que los guerrilleros o los luchadores sociales caracterizados como subversivos, habían tenido suerte si eran detenidos e ingresados en alguna prisión.
Esto, más que humor negro, era sentido de la realidad, porque existían otras dos posibilidades: morir en algún enfrentamiento (real o simulado) con las fuerzas de seguridad o desaparecer a manos de alguna autoridad.
Esta última variable es la más compleja y terrible porque es en la que se configura el delito de desaparición forzada, que se categoriza como de lesa humanidad y no prescribe.
En México no se llegó a los niveles de represión de las dictaduras en Latinoamérica, pero sí se construyó una maquinaria igual de tenebrosa, donde no se escatimaron recursos.
Los casos de desaparición forzada son, por naturaleza, inexactos, pero la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, en su recomendación 26/2001, abrió 573 expedientes. No resultó sencilla esta labor, por múltiples resistencias, pero se avanzó gracias a la tenacidad de abogados, organizaciones civiles de derechos humanos, pero sobre todo a los familiares de las víctimas, quienes no han cejado en la búsqueda de sus seres queridos e insisten que se los devuelvan con vida.
Las coartadas del régimen para actuar en la ilegalidad, sobre todo en las administraciones de Luis Echeverría y de José López Portillo, apelaban a la razón de Estado, a la necesidad de mantener el orden y de enfrentar la amenaza comunista.
Se argumentaba que los guerrilleros, sobre todo los urbanos, cometían diversos delitos, y era así como el robo de bancos, que llamaba expropiación, secuestros, asesinatos, y todos los saldos que provenían de balaceras en la vía pública.
Pero se olvidó que no se puede castigar el delito delinquiendo y que existía un marco de acción en el que se pudo actuar sin violar las entonces garantías individuales.
Le dieron una patente de corso a la Dirección Federal de Seguridad y luego a la Brigada Blanca, que causó problemas adicionales, porque sus elementos sí desmembraron a las organizaciones guerrilleras, pero al mismo tiempo hicieron pactos con el crimen organizado.
En la actualidad se padece una situación distinta. Las desapariciones ya no tienen que ver con la acción del Estado, ya que las perpetran las bandas del crimen organizado, aunque persiste la participación de policías locales o municipales en algunos eventos.
Ayotzinapa es un ejemplo, porque están involucrados, en el secuestro de los estudiantes y en su posterior desaparición, policías de Iguala y de Cocula.
El debate por el anuncio de que el Comité de Naciones Unidas sobre Desaparición Forzada indagará lo que ocurre en nuestro país ha suscitado reacciones en las que impera el enojo –explicable– del gobierno de la República, ya que puede desprenderse una lectura no precisa de lo que en realidad está ocurriendo, pero tendría que aprovechar para cambiar esa imagen.
Estamos ante un entramado legal que ya no funciona. Sin olvidar los hechos del pasado, y en particular los de la guerra sucia, se tiene que admitir que la situación es distinta y que no por ello deja de ser grave.
En efecto, el tema de las desapariciones y de las personas no localizadas, requiere de un enfoque mucho más riguroso para contar con cifras certificadas y para desbrozar problemas que convergen en la percepción actual, pero que provienen de situaciones distintas.
Por ejemplo, se tiene que atender la crisis forense. Si se identifican los miles de cuerpos que ahora se resguardan en las morgues, se irán clarificando historias y se dará respuesta a muchas de las familias que buscan a sus desaparecidos.
Aunado a esto, se requieren de estrategias de acompañamiento a los grupos de personas buscadoras, para corregir lo que haya que corregir, como ha señalado la titular de la Secretaría de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez.
Al mismo tiempo, se tiene que admitir que los desafíos provienen del propio crimen organizado y que es en ese entramado donde también se tiene que actuar con presteza.