Librerías de segunda mano: una gran pila de sueños rotos
No son lo mismo las librerías que las bibliotecas, y el ambiente dentro y fuera de cada una tampoco puede igualarse. Cada una tiene su misterio y su encanto. Pues si en las bibliotecas abundan los estudiantes e investigadores de universidades listos para solicitar el préstamo o sacar las fotocopias y así aprobar una materia o satisfacer a un profesor, en las librerías en cambio el perfil de los cazadores de títulos, obras o autores es otro, completamente distinto; en particular si se trata de establecimientos para libros usados. Esto pensé mientras leía Mis días en la librería Morisaki (2010), que envió a mi casa un amigo que trabaja en Ediciones Urano.
«La librería Morisaki está en la esquina de una calle llena de librerías de segunda mano. Es pequeña, vieja, no parece que le vaya muy bien. Se ven pocos clientes. Tiene una variedad más bien limitada de libros y, a menos que seas un apasionado experto, es difícil que la conozcas. Y aun así, hay quien adora este sitio. Mi tío Satoru siempre dice que el amor de esas personas es suficiente para él, y eso me gusta. Tanto como me gusta él, el propietario de la librería Morisaki».
Así habla Tatako, una veinteañera que tras una decepción amorosa se va a habitar la librería de su tío, un nerd de los libros y los viajes que consigue a lo largo del libro que su sobrina viva una transformación en lectora, al estilo de Juanito en El libro salvaje (2008) o Sebastián en Persona normal (2011). Una historia amable, linda, para lectores primerizos o sin un alma oscura, ambientada en el barrio de Jinbocho, el «distrito de los libros» y el «centro editorial» en Tokio. Algún día me gustaría visitarlo; como dice Tatako, yo amo esos sitios. Varias veces me había detenido a pensar en lo difícil que podrían ser las jornadas de estas jovencitas que atienden las librerías y que todo el día se la pasan desempolvando, catalogando y valuando los tomos en los estantes, mientras señores y doñitas penetran la puerta preguntando por el libro azul de química que la maestra de Segundo B les pidió comprar a sus hijos (sin más señas que eso: el libro, azul, de química, para segundo de secundaria), e ignorando monumentalmente todo el acervo al alcance de sus manos al que apenas dedican un parpadeo. ¡Qué insensatez!
Lo que no había pensado a profundidad es todo el tiempo que he pasado entre el hongo, la humedad y la madera apolillada de estantes y anaqueles, en esos lugares oscuros, silenciosos y solitarios inventados durante la Galaxia Gutenberg, algunas veces adornados con cuadros con pinturas decimonónicas o fotografías en blanco y negro. Llevo muchas librerías en mi corazón, algunas ya desaparecieron o no las he vuelto a visitar. Ahora lo hago poco, pero antes solía entrar a las librerías sin prisa para surfear a gusto entre los tomos ahí reunidos, repasando títulos, autores y ediciones, desordenando, leyendo un poco aquí y allá; y aunque regularmente hoy entro con el tiempo encima y sabiendo qué es lo que busco, a menudo me dejo llevar por tal o cual sección en la pared (me gusta perderme en el apartado de autores mexicanos, pedagogía, antropología, actualidad o medios de comunicación), pero muy pronto me detengo porque todo se me antoja. Y si —como ocurre todo el tiempo— compro más libros de los que leo, a veces me siento como el glotón de la película de Monty Python que sigue comiendo, y le siguen sirviendo platillos, aunque está a punto de reventar. Y debo admitir que mis ediciones o editoriales favoritas juegan en mi contra y a veces me llevan al escenario contrario, y me quedo insatisfecho y frustrado como un hambriento ante un vasto buffet sin un quinto encima. Por eso ahora cuando cruzo el portal de una librería de segunda mano —y por la renuncia a no robar más, como en los viejos tiempos—, me recomiendo ir con una buena cantidad de dinero y sabiendo más o menos qué voy a pescar.
Recuerdo la primera vez que fui a una librería en busca de un título. Fue por recomendación de un amigo, un bibliotecario delirante, el viejo José Luis Contreras. Estoy hablando de un anciano gracioso, encorvado, siempre de corbata, con pinta de mago de fiestas infantiles y con los ojos miel clarito a los que de repente limpiaba porque una lágrima caía sobre sus mejillas. Hablaba de temas ocultistas que a mí me cautivaban, mientras le ayudaba a ordenar los títulos de la biblioteca: telepatía, nahuales, intraterrestres en vez de extraterrestres, complejísimos ritos de paso aztecas en Teotihuacán y sociedades secretas en el antiguo Egipto, el viaje de Hitler a América del Sur para morir viejo y a salvo en Uruguay, Platón como viajero en el tiempo que en su alegoría de la caverna se refería a los cines modernos, entre otras fascinantes locuras. Fue en una de esas conversaciones que me recomendó buscar La sotana roja (1983) del francés Roger Peyrefitte, un libro que leído en el tono en el que me lo contó José Luis trataba sobre la perversión de los papas y el mundo prohibido por el cual en el Vaticano estaban dispuestos a pagar sumas millonarias a la mafia o a la KGB, o francamente matar para que no sea alterado el status quo. Él mismo me dio la sugerencia de buscarlo en Donceles, la vieja calle en el centro histórico que alberga a los libreros de segunda mano, mi propio barrio de Jinbocho. Quizás por bibliotecario, quizás por su edad, José Luis era a su manera como una librería de segunda mano: dentro de sí reunía historias espectaculares que sólo quienes nos atrevimos a frecuentar su mundo las conocimos.
Islas desiertas y monstruosos escarabajos
Esa ocasión maté dos pájaros de un tiro. Había leído hacía poco Aura (1962), así que aproveché el viaje para buscar el número 815 de Donceles, portón tras portón, con la esperanza de ver la fachada de la casa de la anciana que inventó Carlos Fuentes, y que nunca me ha parecido sensual sino lasciva (como la señora en la bañera de la habitación 237 a la que abraza Jack Nicholson en la célebre película de Kubrick). Una costumbre que he tenido desde aquel 2007: aun cuando sé que no existe la dirección, caminando por ahí siempre busco el 815 de Donceles, portón tras portón. Y como en la novela, la calle sigue igual de virreinal y deteriorada, y sin espacio ni para las reparaciones, pues en el presente eso aumenta el valor de la operación gentrificadora de los Airbnb en la zona.
La sotana roja fue decepcionante, una novela lenta y de poca calidad, pero buscarla fue divertido. Curiosamente no la encontré en Donceles sino en Puente de Alvarado (a un costado del Metro Hidalgo), donde antiguamente se alojaban todas las librerías de la ciudad hasta que a algunas las pasaron a esa calle que comunica Eje Central con la Plancha del Zócalo. Sólo a algunos establecimientos porque un par de libreros resistieron la mudanza y siguen ahí, entre apurados transeúntes que buscan los vagones del Metro, turistas que como moscas abundan en Reforma, pachucos decadentes del Salón Candela y trabajadoras sexuales. Naturalmente no sólo salí con La sotana roja en mi bolsa, de esa época son mis primeras lecturas de Kafka y el Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe. De esa época es esa trepidante sacudida al descubrir islas desiertas y monstruosos escarabajos. Pues no hay un placer similar a tomar del estante un libro que no conocías, descubrir nuevas obras de un autor que ya conoces, encontrar y abrir otras ediciones del libro que ya tienes, hojearlo (aquí no aplica el «si no compra, no magulle»), dar con las tripas entre las hojas (fotografías, pétalos y flores, papeles con notas, separadores de todas las épocas y diseños), leer los apuntes del dueño anterior, y al cabo decidir que ese libro regresará a casa contigo, completando, aumentado o comenzando la sección de autores norteamericanos, filosofía moderna, literatura universal, poesía latinoamericana, o la obra anterior al clásico de un clásico.
En las librerías de viejo me he encontrado de todo, casi siempre lo que busco y hasta lo que no. «Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que estábamos para encontrarnos», es el mantra rayuelesco que repito cuando eso pasa, cuando sucede el milagro, un gran hallazgo, un libro que es un objeto de colección, una ganga, el deseo sublimado en la forma de un día de buena suerte. He encontrado libros autografiados de considerable valor, tesis universitarias con títulos aburridísimos (y hasta dos o tres ejemplares de la misma), obras en inglés, en francés, en portugués y en marxiano (cientos de docenas de textos del Partido Comunista de la Unión Soviética, con retratos de Mao o Lenin), códigos penales o fiscales en papel de prontuario religioso, viejas primeras ediciones de poca monta que todos esquivan (pero yo atesoro), revistas y fanzines en todos los tamaños y sobre los temas más variados, autores de los que ya nadie habla publicados por editoriales desaparecidas, y he visto con sorpresa pilas y pilas de libros y autores condenados al olvido, y al desdén del polvo y al insulto de la humedad. Josh Davis, Dj Shadow, productor gringo y rey del digging, visitaba frecuentemente una tienda de discos en los 90’s en donde a veces le permitían echar un vistazo al sótano, repleto de vinilos de las más diversas épocas, algunos incluso sellados, apilados unos sobre otros directamente en el suelo; ahí, contemplando el trabajo de todos esos artistas, alguna vez dijo: «Es una gran pila de sueños rotos, de alguna manera; casi ninguno de estos artistas tiene una carrera, realmente. Y tienes que respetar eso, en cierto sentido. Quiero decir, si estás haciendo discos, y si eres DJ, y si estás lanzando álbumes, o mixtapes, deberías poner atención a estas pilas de vinilos, lo quieras aceptar o no, pues dentro de 10 años podrías estar aquí. Así que ten esto en mente cuando comiences a pensar: ‘soy invencible, soy el mejor del mundo’, o lo que sea. Porque es aquí donde están todos estos tipos». De cuando en cuando, tengo ese sentimiento al entrar a una librería de viejo. Estar ante la vida de todos esos hombres convertidos en libros, hombres-libros, yendo a tientas —con admiración, algunas veces— en la confección de una obra de arte propia, e imaginar que algún día, tal vez en un futuro muy lejano, un arqueólogo especializado en el Siglo XXI baje a un oscuro sótano repleto de libros abandonos y en desorden, tome uno al azar, desempolve el último ejemplar con el nombre «Jesús Pérez Gaona» y lea mi historia.
«Un cliente habitual de Morisaki no podría ser otra cosa que un lector apasionado», dice Tatako sobre los personajes asiduos a la librería de su tío Satoru. También, en la misma novela, la joven japonesa confiesa: «Soñé que era un androide-gobernante en una ciudad del futuro donde los edificios estaban llenos de librerías». Hace unos días me enteré que hay un segundo libro de esta historia. La leeré pronto, los libros sobre libros me apasionan, y las novelas sobre bibliotecas o librerías todavía más. El Jorge de Burgos de Umberto Eco es el guardián de todas las historias posibles, aun cuando asesinó, murió y quemó su biblioteca por una sola de ellas. Creo que yo también necesitaré otra oportunidad para continuar contando mis paseos por esos cuartos repletos de sueños rotos.
*Jesús Pérez Gaona (Ciudad de México, 1990). Periodista y colaborador en diversos medios como Capital 21, Revolución 3.0 y LPO (La Política Online).