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Opinión

La lengua recobrada

Por: Hermann Bellinghausen

La década de 1980 se caracterizó por la recuperación del castellano en el rock ibérico y latinoamericano. Diversas experiencias lo liberaron del yugo semántico y prosódico del inglés, que parecía inherente al blues, al soul y al rock. Las disqueras y la radio comercial dan con la etiqueta «rock en tu idioma», que lo mismo acoge pop de consumo que una nueva idea del rocanrol. Entre los primeros, los argentinos Luis Alberto Spinetta, Charly García, Carlos Aznar y Nito Mestre, quienes, juntos o no, hacia 1975 ya sonaban. Los Jaivas de Chile resultan pioneros absolutos de la fusión. En Perú hay una furia, acallada por los militares. España acoge al rock como parte de la Movida y el mercado redime a Miguel Ríos. Tardía, en cambio, es la fama de Joaquín Sabina.

En México, tránsfugas del canto nuevo (o «canto a güevo» como se queja Jaime López), emergen cantautores ingeniosos, de buena prosodia y roqueros de corazón: el propio Jaime, Rockdrigo, Roberto González, Rafael Catana, José Elorza, Armando Rosas, Carlos Arellano, Fausto Arrellín. Asociados a los poetas infrarrealistas surgen los Rupestres. El blues se castellaniza con Nina Galindo y a ratos Betsy Pecanins destella con Real de Catorce. Soda Stereo, Los Calamaro y Fito Páez, en Argentina, y Radio Futura, en España, marcan nuevos rumbos.

Por el 85 u 86 se dio un debate curioso. Jaime López fue invitado con reiterada insistencia por el capo de la música popular Raúl Velasco. Así, llevó a Siempre en Domingo Ella empacó su bistec y El mequetrefe. El cronista Jaime Avilés enfureció porque su tocayo «se había vendido»; a él se atribuyó la pinta en muros de Coyoacán: «López cambia a Pepsi». Yo pensaba distinto. Quizá fue fallida su incursión al Canal de las Estrellas, pero ayudó a «normalizar» el buen rock nacional. No se trataba de ser minoritario; ya no.

Con sus magníficas versiones de López y Elorza, Cecilia Toussaint y el grupo Arpía se incrustan en la imaginación juvenil y devienen inseparables del espíritu del 86-87, la huelga del Consejo Estudiantil Universitario (CEU), en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y la instauración del sida. Algo de ello recogen ¿Cómo ves? (Paul Leduc, 1986) y Esto no es Berlín (Hari Sama, 2019). Maldita Vecindad y Los Hijos del Quinto Patio dan a conocer su ska pachuco y chilango sobre un camión de redilas durante una gran marcha estudiantil. Emergen los Caifanes, que cruelmente la pegan con la tropi-rola La negra Tomasa, cuando ellos procedían de The Cure y otros conceptos. Café Tacvba aterriza desde Ciudad Satélite. El Personal menea a las clases medias tapatías. El rebautizado Tri de Álex Lora y Botellita de Jerez dan esparcimiento a chicos y grandes con albures y chistes de alto calibre. Chac Mool toma la senda progresiva. La escena arrabalera abunda en las bandas Bostik, Tex-Tex, El Haragán, Arturo Meza, Lira’n Roll.

Alguien había estado escuchando a Zappa, Soft Machine y el nuevo jazz, en la estela de Tinta Blanca. Pienso en La Banda Elástica. En las inmediaciones de Insurgentes Sur dos antros pequeñoburgueses destacan en mi memoria de esta ola ochenta-noventera: Rockotitlán y La Última Carcajada de la Cumbancha (o Lucc).

Una forma de magisterio la ejerce Guillermo Briseño. Al comenzar la década de 1990 ya se cuecen los hervores de Santa Sabina. Pronto la influencia de Manu Chao se vuelve mundial. Nacen La Castañeda, La Lupita, Panteón Rococó, Los de Abajo y Salón Victoria. Steven Brown reinventa el son con Nine Rain. ¿O fue Roberto González?

Aunque las reglas para considerar «poesía» ciertas letras son tan dudosas como en otras lenguas, no pocos la leen y escriben, y a veces la cumplen en sus rolas. Rita Guerrero se inspira en Villaurrutia, Efraín Huerta y Sartre; además, tiene poeta en casa: Adriana Díaz Enciso. Gerardo Enciso se asociaría con Ricardo Castillo. Y si de publicar libros se trata, lo han hecho López, Catana, Briseño, Armando Vega Gil, Joselo, José María Arreola, José María Reyes, José Cruz. Tres «escritores de rock» han sido Federico Arana, Jordi Soler y Juan Villoro.

Esta nómina, incompleta y caprichosa, confirma que el idioma ya no representa ninguna barrera. El siglo XXI, infiltrado por otros géneros como el rap y el hip hop, ve nacer entre los mayas, zapotecas, comcáac, totonacas, aymaras, quechuas y mapuche a intérpretes y grupos de blues, rap, metal y reggae «autóctonos». El mundo ya había descubierto y vuelto moda la World Music, que mucho debe a Nick Gold, Bill Laswell, el protagonismo de Peter Gabriel y la influencia de Ry Cooder y Paul Simon. Africanos subsaharianos, magrebíes y palestinos en el exilio aportan nuevos idiomas, ritmos y motivos. El beat nigeriano de Fela Kuti rompió barreras. El raï argelino vigoriza la música popular europea. Admito una personal debilidad por Tinariwen, banda tuareg de Mali que la publicidad define como «blues del desierto».

El rock es muy asequible, hoy pero las nuevas generaciones le prestan escasa atención. Fiestas, redes, televisoras y estadios viran a formas electrónicamente impuras como reguetón, K-Pop y mazacote punchis-punchis. El idioma se difumina.

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