Justicia tardía y dudosa
El ex alcalde de Aguascalientes Martín Orozco Sandoval fue sentenciado a cuatro años de prisión por el delito de uso indebido del ejercicio público y tráfico de influencias, en el proceso penal que se le sigue por haber puesto terrenos propiedad del ayuntamiento a nombre de una empresa integrada por él y su familia. Pese a que el ilícito ocurrió en su trienio como edil (2005-2007) y a que fue denunciado desde 2009, el fallo tardó 14 años en dictarse, lo cual permitió al panista ejercer como senador (2012-2016) y como gobernador de la entidad (2016-2022).
La sentencia parece dictada exprofeso para facilitar que el político burle la ley: al ser menor a cinco años de prisión, la pena puede conmutarse por trabajo comunitario y el pago de la reparación del daño. Como no se determinó inhabilitarlo para ocupar cargos públicos, Orozco Sandoval podrá simplemente echar mano de la cartera y continuar con su aspiración de volver al Senado para el periodo 2024-2030, lo que, de paso, le daría inmunidad ante las irregularidades que haya podido cometer mientras estuvo al frente del gobierno estatal. Tanto la dilación en la condena como su inexplicable benevolencia frente a la gravedad de que un funcionario use su puesto para apropiarse el patrimonio público, levantan inevitables sospechas en torno al rol del Poder Judicial en el combate a la corrupción y la impunidad.
Como se ha señalado en este espacio, los asuntos que llegan a tribunales se despachan en cuestión de horas cuando tocan temas caros a las filias y fobias ideológicas de los togados (como ocurrió con el secuestro judicial de los libros de texto gratuitos de la Nueva Escuela Mexicana) o a sus intereses económicos (caso de los fideicomisos multimillonarios del Poder Judicial que sostienen sus agraviantes privilegios).
En cambio, cuando se trata de sancionar la corrupción de políticos y funcionarios de los sexenios anteriores, los impartidores de justicia se quedan de brazos cruzados o buscan cualquier resquicio para dilatar los procesos, reducir las penas o de plano liberar a los acusados, incluso cuando existen abrumadoras evidencias de culpabilidad.
En este sentido, resulta emblemático el caso del ex director de Pemex Emilio Lozoya Austin, señalado por causar un quebranto multimillonario a la empresa con la adquisición de una planta en condición de chatarra al magnate Alonso Ancira, así como de recibir sobornos de la multinacional brasileña Odebrecht a cambio de asignarle contratos. Distintos tribunales han ido desmontando de manera sistemática los intentos de hacer justicia en torno a este personaje: en septiembre, quedó exonerado por su implicación en la estafa de Agronitrogenados, y esta semana la jueza Ana Lilia Osorno Arroyo declaró improcedente la acción de extinción de dominio de una casa con valor de 38 millones de pesos que habría sido adquirida con recursos de origen ilícito.
Como denunció el presidente Andrés Manuel López Obrador, estos despropósitos se repiten casi a diario, y exhiben la podredumbre generalizada al interior del Poder Judicial. Salvo honrosas excepciones, los jueces parecen trabajar para restituir a los delincuentes sus fortunas malhabidas e incluso ponerlos en libertad con excusas o pretextos legaloides, prácticas que refuerzan la convicción de que una reforma a esta rama del gobierno es imperativa e inaplazable con el fin de instaurar un estado de derecho en la realidad y no sólo en el papel.