Federico Campbell: la frontera ausente
El componente existencial de Campbell se resume en la inteligencia admirada que provocó su presencia —nutrida de mundo, siempre rica en brillantez anecdótica—, respaldándose hasta el día de hoy en su obra publicada, legado que impide que el mundo se diluya y se pierda fuera de la literatura.
Federico Campbell nació en Tijuana, Baja California, en 1941 —y falleció en CDMX el 15 de febrero de 2014—, convirtiéndose en uno de los analistas críticos más destacados en la encrucijada de lo nacional y lo fronterizo, de lo internacional y las realidades locales, del pasado y lo presente, de lo político en el arte de la palabra y su enunciación periodística.
Sus colaboraciones, asiduas, oportunas y firmes, en los principales diarios y revistas de México, tanto Milenio, La Jornada, Proceso, El Mexicano o, en su momento —de 2011 a 2014—, en el Suplemento Cultural Palabra (del diario El Vigía de Ensenada), contaron con el privilegio de su rigurosa ensayística testimonial, conocida y leída en la inigualable y excelsa columna “La hora del lobo”.
Federico, siendo fronterizo, fue un hombre de mundo. Leer “Transpeninsular” (2000) nos regala su romance con Italia —la de Leonardo Sciascia y Ferdinando Scianna, por supuesto—, pero sobre todo la reflexión que debe existir entre la información y la imaginación literaria, de ahí que la búsqueda del personaje de la novela —un periodista que indaga la leyenda de Fernando Jordán— sea la búsqueda y el encuentro de uno mismo.
En ese sentido, la premisa y banderas de Federico fueron el periodismo hecho literatura y la literatura transformada en fuente de información. Su bandera primera: la apuesta por la literatura; la segunda, esa misma literatura transformada en filosofía y ciencia. Hay que ver la multiplicidad de artículos y reseñas dedicadas a esas temáticas. Las novelas, con esa frontera “presente” —que permite ir más allá—, refieren siempre a su infancia y juventud (“Clave Morse”, “Tijuanenses” o “Regreso a casa”); es decir, la narrativa de los orígenes, la familia, la migración: la Tijuana y su vínculo fronterizo con los EEUU, que se desdibujará como impedimento conceptual —“frontera ausente”— y permitirá el aprovisionamiento cultural de Campbell en su caminar por el mundo.
A una década de su partida, releerle es recordarle: ofrecerle existencia a la memoria, una manera íntima de mantenerlo vivo —o como remarca Ferdinando Scianna: “Si se leen los libros de Federico, de verdad sentimos que su palabra ha sabido experimentar el hombre extraordinario que ha sido”. Periodismo y literatura, relatoría de saberes y desobediencias humanas, todo se encuentra en la tinta reconfigurada de Federico Campbell.
Después de forjar una sólida carrera literaria, Campbell falleció de forma intempestiva a inicios de 2014. Hospitalizado el 31 de enero por neumonía, al agudizarse el cuadro crítico de influenza AH1N1, el 15 de febrero se declara muerte cerebral.
Han transcurrido 10 años desde la desaparición física de Federico.
Federico Campbell, el hombre que tanto quisimos, que admiramos en demasía por la belleza y sabiduría contenida en sus libros, desplegada en su persona y resuelta en su charla sin igual.
Y resulta fácil, digo, emitir un juicio y no demostrar el aprendizaje, la lección aprendida, predestinada a lo largo del viaje, en la camaradería que se da en la tortuosa y, a la vez, majestuosa ruta de las letras, de sus placeres y sus sinsabores, de su realidad mágica y de su manipulación hartera.
Federico Campbell fue un narrador fiel a los principios de un tejido mayor: al afán y la riqueza del conocimiento y el saber, y que estos atributos, perseguidos y alcanzados con el dolor de la tinta, no deshumanizaran la preponderancia bellísima de ser un ciudadano común, un escritor que no labora de anónimo en el supermercado de las relaciones de poder o la animalidad ideológica, por no hablar del tufo de canallería religiosa.
Cazador de saberes y trampero de hombres que aportan rosas, dinamita y panes a la historia, los ensayos literarios le resultaban tratados de política y, a la vez, la honestidad puesta en ellos los transformó en irrefutables fundamentos de crítica liberadora.
Aunque siempre fingió sorprenderse, Federico fue uno de los escritores más queridos de Baja California, así como del resto del país, por no hablar de las tribus extranjeras que aclamaban su sólida trayectoria intelectual. Cómo no decir que Italia fue la esposa, España la amante y México la bella y excelsa mujer a la que siempre regresó.
—Uno, ocupado como está en escribir y dar conferencias, no puede dimensionar esos privilegios—, comentó alguna vez, diseñando feliz el óvalo de su rostro. En ese gesto fugaz, de levantar la cabeza y sonreír, se reúne el equilibrio portentoso de su memoria y esa especie de humildad filosófica que fue su nostalgia disfrazada.
Al escucharle, después de haberle leído y releído durante tantos años, alguna vez le comenté a su sobrino Eduardo Campbell, su siempre acompañante en Ensenada, que “este hombre conforma la esencia de la sabiduría humana y que está aquí, ante nosotros, sólo para demostrarnos la alegría de sus dones: la belleza de pensar, aunada a la capacidad de escribir y vivir: escribir”.
Resulta fácil decirlo: conocí en él, Federico Campbell, la valiosa belleza de la palabra, voz pausada, diamante y nube en la balanza del orfebre, todo siempre sonrisa deliberada, defensa relativa ante la inteligente modulación de su pensamiento y la cita justa.
¿Qué importancia puede tener encontrarse en la vida con un hombre como Federico Campbell? ¿Es sólo su literatura, el gabinete desordenado y amable de sus saberes? ¿Su vieja filosofía puesta al día por su aprecio a la ciencia? ¿Los nunca suficientes libros, barcaza espiritual que lo lleva y lo trae de la vida a la muerte y de la muerte a la vida? ¿Su cuidado estilo, que refleja el ánimo y la seducción de un profesional?
Sí, todo ello.
Y siempre un poco más. Un conjunto base de enseñanzas y aprendizajes, legado de beneficios humanísticos —que enriquece tanto a quien los da como a quien los recibe—, regalo que siembra la esperanza, sí, en espera de la nobleza y la verdad, la justicia y la virtud.
Entre estas horas de relectura despierta, en el ángelus del amanecer, me duele lo inútil que puede parecer la muerte… Es “La hora del lobo”, lo sé, “el momento entre la noche y la aurora, cuando más gente muere y se producen más nacimientos, cuando el sueño es más profundo, cuando las pesadillas son más reales, cuando los insomnes se ven acosados por sus mayores temores, cuando los fantasmas y los demonios son más poderosos” (Ingmar Bergman).
¿Por qué perderte, Campbell? ¿Por qué aguantar este machetazo en el sueño de nuestra humanidad?
Es “La hora del lobo”, lo sé. La hora de la ausencia para soportarlo todo.
raelart@hotmail.com