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Opinión

El último lector | Voy a pedir que la memoria no deje de sonreír

Por: Rael Salvador

Olivia, mi madre, levanta un Long Play de Roberto Carlos —asoman, de ese cúmulo en alborozo, las sonrisas de Palito Ortega, Leo Dan, Leonardo Fabio, Piero— y, cantos al aire, permite —¡sin más!— que la aguja de la consola deslice su diamante en el terciopelo rosa reservado para la melancolía armoniosa y exclusiva de los acetatos:

“Voy a seguir una luz en lo alto

Voy a oír una voz que me llama

Voy a subir la montaña y estar

Aún más cerca de Dios y rezar…”

Desde Rumí, toda oración endulza los labios, con la certeza sensible del poema que guarda. ¿Quién hace sonar esa música y quién la canta? Mi madre, esa muchacha hecha para el amor y la metáfora natural de toda belleza, última esposa de un tiempo de galanterías, faldas cortas, contemplaciones místicas y letras excepcionales.  

La música es la balada, poco o nada artificial, de una época que ofrece noticias buenas a sus “groupies”: jóvenes siempre alegres, melenas “crísticas” por igual —majestuosas y espigadas, florecientes en ovaciones y ovulaciones—, sacudiéndose la luz del arcoíris, arrecife de colores que expande su vuelo de pétalos de nieve en lo infinito del océano de la vida y, como si nada —peligrosamente musicales—, siempre dispuestos al popular twist y a go-gó de los años 60. Porque en ese tiempo, como da cuenta de ello el lápiz labial de la periodista Sabrina Duque, “Roberto Carlos canta como si estuviera sonriendo con los ojos llenos de lágrimas”.

“Voy a gritar y este mundo me oirá y me seguirá

Todo este camino y ayudará

A mostrar como es este grito de amor y de fe

Voy a pedir que las estrellas no paren de brillar

Que los niños no dejen de sonreír

Que los hombres jamás se olviden de agradecer”

Seguramente los poetas de la época, y el sentimiento puro de mi madre —Olivia del amor, como me regocija nombrarla, rememorarla y evocarla—, nunca imaginaron que las canciones de Roberto Carlos —quien abandonó el Bossa nova a edad temprana—, serían patrimonio universal, por su verbalización musicalizada —en la más tierna tradición griega: palabras aladas, del aire y la memoria—, en Brasil y en el resto del planeta, saltando costuras conceptuales y zanjas generacionales… 

“Por eso digo

Te agradezco, Señor, un día más

Te agradezco, Señor, que puedo ver

Qué sería de mí sin la fe que yo tengo en ti

Por más que sufra

Te agradezco, Señor, también si lloro

Te agradezco, Señor, por entender

Que todo eso me enseñe el camino que lleva a ti…” 

Sí, complejidades de la sensibilidad. Pero está bien una vez al año, como cuando María Callas recomienda no llorar los primero de enero, para que Roberto Carlos interprete que ese día no se graban discos. Y, como un mantra de todos los tiempos —que abarca la amplitud de las geografías—, tampoco olvidarnos de siempre dejar un poco de restos de comida en el plato para… “alimentar a los espíritus”, que yo interpreto como unos cuantos Long Play —Joan Manuel Serrat, Sandro, Palito Ortega, Leo Dan, Leonardo Fabio, Piero, Facundo Cabral— que mi madre se permite —¡sin más!— que la aguja de la consola deslice su diamante en el terciopelo rosa reservado para la melancolía armoniosa y exclusiva de esos acetatos…

raelart@hotmail.com

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