El último lector | Viejos sabios escogidos I
Quien posee un búfalo de agua como camino —como lo advirtió Lao Tse en la mística del taoísmo— actúa en virtud de no actuar porque él mismo es esa nebulosa, ese camino y esa nada: “Una hormiga en marcha hace más que un buey durmiendo”, advirtió el Viejo Maestro sonriendo.
Quien hace de su conocimiento una reflexión —como lo hizo Confucio de modo relevante—, las orgías bondadosas de las Analectas (discusiones sobre las palabras) florecen en compasión, comprensión y armonía: “Sin conocer los rituales apropiados, no hay modo de establecerse”, profirió no sin seriedad el sabio Chino.
Quien transforma la búsqueda en conocimiento supremo —como en luz comprendió Siddharta Gautama—, abandona las joyas del principado e instituye el bienestar del mundo con las joyas del espíritu: “A un loco se le conoce por sus actos, a un sabio también”, entre otras muchas verdades observó con lúcida ironía el Buda.
Quien tiene la visión de que es imposible bañarse dos veces en la misma corriente —Plutarco, de oídas, también lo aseguró, confiándole la cita a Heráclito—, comprende el vuelo sensible de las almas y reubica la rúbrica inmortal del oscuro filósofo de Éfeso: “Sobre aquellos que se meten en el mismo río pasan aguas siempre distintas y las almas se alzan exhaladas de lo húmedo”.
Quien hace nacer de la palabra el alma —como en sus 35 diálogos Platón logró del “Tábano de Atenas”— es hijo de su tiempo, de la “mayéutica” griega —aprendida de Oriente, porque símbolo en sánscrito significa “dar a luz”—. En el parto de los sentidos, operado por Sócrates, Platón (el “místico” de espaldas anchas) encuentra la alegoría de la iluminación occidental: escapar de la cueva, salir, ver el Sol, abandonar, nacer… Bufonesco, el filósofo ágrafo (por decisión) solía enfatizar sobre Platón: “Si yo sólo sé que no sé nada, qué sabiduría puede escribir ese necio muchachito de mí”.
Quien ha conocido la magia de Aléxandros (Iskander, en lengua pahlavi, persa medio), jovenzuelo que se coronó, por tributo y encanto propios el “Grande” —aunque la intervención de Aristóteles, como guía y maestro, es determinante—, el “Megas” griego: luz y cornamenta, Zeus y Amón, Egipto-macedonio a la vez, como su madre, la sacerdotisa Olimpia —última descendiente de la estirpe de Aquiles— lo predestinó, mezclando sangre, simiente y oro en las riveras del Nilo. Hijo dudoso del rey Filipo II, en un tiempo —cuando todavía Alejandro poseía ojos de fogata inocente— fue considerado “bastardo”, mas su espíritu, fraguado por las deidades guerreras, se elevó en los sueños y misterios de un hechicero llamado Nectanebo, ritualista, astrólogo, nigromante, matemático y poeta, a quien la joven y devota Olimpia de Epiro, sierpe danzarina e indudable belleza de las alcobas reales y mundanas, venera como un auténtico dios libertino, numen de pieles de chivo y huidas emergentes, dionisiaco por excelencia. En fin, el mito y la leyenda, el hombre y su testaruda necesidad de transformar el mundo —a partir de la romántica impiedad del cruce de culturas— se mezclan y, como dictan los manuales de arqueología divina (siempre fantástica, partiendo de lo real), lo demás es la Historia que paladeamos como manjar de ebrias hazañas y grandezas reveladas.
Quien comprende que el necesitado de amor es también el que más ama —como lo dice el Nazareno en su dulce fuerza de palabras, economía que reza así: “¡Levántate y baila!”—, porque no importa que nuestros cuerpos se encuentren deshechos por las ratas, las llamas o las lágrimas, ya que “aquello que verdaderamente ames” no te será arrebatado, Jesús mismo.
Quien tiene un cristal en la mano —como el que pulió Spinoza—, dota a través de la geometría la memoria Neoplatónicas del caos. Iridiscencia suficiente que queda demostrada según el orden del “Tractatus Theologico-Politicus”, porque “comprender siempre será el principio de aprobar”, tal como lo refiere el holandés más universal.
Quien tiene un libro en la mano —como el que acunó Hegel en el espíritu— intenta asimilar cómo se construyen y encajan las piezas que revelan la gran Historia de los cielos y de los suelos y, a su vez, logra comprender que el tiempo es un rompecabezas que va fermentando su resplandor —el Uno, el Dios y el Todo—, es decir el Universo traducido a conocimiento, porque “todo aquello que es razonable es verdadero, y aquello que es verdadero es razonable”, como sentenció el original de Stuttgart, Alemania.
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