El último lector | Simplemente sucede
Como todo escritor, poseo cierta virtud de alcalde: encubro —no sin sugestiva y temeraria alegría— mis pequeños hurtos literarios.
Pero hay quienes sólo roban por amor y no por el cargo (enriqueciendo sanguijuelas, que no son pocas).
De tal forma —bajo estas observaciones al vuelo—, voy rodando con mi arco guerrero por la empinada y mineralizada existencia, porque “todo artista viene al mundo con un carcaj que contiene un número limitado de flechas doradas”.
“Puede lanzar todas sus flechas de joven, o lanzarlas de adulto, o incluso ya de viejo. También puede lanzarlas de a poco, espaciadas a lo largo de los años. Eso sería lo ideal, pero ya sabes que lo ideal es enemigo de lo bueno”.
—It Just Happens…
Sí, “It Just Happens”: simplemente sucede.
Así, irremediablemente, “sólo al final de una vida se puede evaluar la periodicidad de los lanzamientos”.
Estas enunciaciones lumínicas las reescribo del libro de María Gainza, “Un puñado de flechas” (Anagrama, 2024). Palabras conjuntas de sobrado ingenio —donde se resguarda un misterioso encanto— y que la autora pescó, en una noche de copas, del ahogo de Francis Ford Coppola; el cineasta —renombrado por “El padrino” y “Apocalipsis ahora”— se encontraba en Argentina para la filmación de “Tetro” (2009), entonces el loco de su esposo brillaba como candidato a primer actor. Sobra decir, lo demás es historia en las páginas de Gainza.
Escribo con dolor, como otro mearía sangre… Y, navegando la mirada sobre ese bermejo lago de desdicha, recuerdo que el poeta Arthur Rimbaud, en un arrebato de multiplicidad, se autosentenció: “Yo soy otro”.
De ahí que Friedrich Schelling —a caballo entre el siglo XVIII y IX— nos advirtiera en su “Filosofía del arte” que, entre las sobradas manifestaciones de la creación general, perviven dos clases de poetas: «los antiguos y los modernos. Los primeros se asemejan a los planetas y, con su ritmo concéntrico, mantienen una órbita armónica en torno al Sol, alejándose apenas de la identidad. Son los grandes clásicos, figuras plásticas y simbólicas que, en su universalidad, roturan para siempre los caminos a seguir en el futuro. Aparte, están esos que, como los cometas se aventuran excéntricos en el espacio infinito y reaparecen fulgurantes y, en cierto sentido, inesperados, ya que lo hacen muy de vez en cuando. Hechos de “puro aire y pura luz, sin ninguna sustancia”, su osadía y su individualidad nos sobresalta porque, desafiando todas las normas, se internan en lo más remoto y oscuro, para volver con sus cabelleras centelleantes, arrojando sobre la Tierra una lluvia de estrellas fugaces».
Bajo el cielo de esta cita protectora, condensado desastre (caída de astros), piénsese en un Rimbaud de sólo 14 años, y en el joven János, personaje del que me ocuparé enseguida.
Podría aventurar que “Armonías de Werckmeister” (dirigida por el húngaro Béla Tarr y estrenada en 2001) retrata una gradual y paulatina historia donde la velocidad de la luz genera un entusiasmo primigenio que revitaliza las oscuridades más abisales del subconsciente, lugar donde “la perdida de las ilusiones —como sentencia Jacques Rancière— ya no dice gran cosa sobre nuestro mundo”.
Demasiado trillado conocer a alguien por su dolor, ya que lo excepcional será conocerlo por su amor.
János, el joven protagonista del film —soñador de silencios y ojos de Dionisos—, reinaugura todas las noches su teatro de alcohol en el bar rural, lugar comunitario donde los borrachos se convierten en astros, lunas, planetas…
¿En qué consiste esta extraña maravilla fílmica? ¿En la poderosa fachada de János, mitad príncipe de las ilusiones y mitad tonelero de tres centavos? ¿Es la música de Víg Mihály, esa partitura de monótona tersura, tan deliciosa como senos de seda y esperanza?
Por partes iguales, punk y ángel, János instaura —entre pastores, campesinos, cazadores e idiotas de rincón— la embriaguez del origen humano y nos arrulla con un vals de piedras girando en la nada filosófica —tal como lo idealiza el romántico Schelling—, logrando el milagro de equilibrar emociones y pulimentar diamantes, como si el Universo se encontrara en el bolsillo del elogio y la gloria a la vuelta de la esquina…
Pero como barrenó con fuego sobre la roca Jean Allouch: “No se necesitó a Einstein para mandar —similar a flechas direccionadas— humanos a la Luna, ni tampoco a Newton: para calcular la trayectoria del vehículo espacial bastaban las epicicloides de Ptolomeo”.
Me recuerdo en este instante —y lo corroboro, sustrayendo la edición de uno de mis libreros— que el índice de la biografía sobre Jim Morrison (“Nadie sale vivo de aquí”, de Jerry Hopkins y Daniel Sugerman, Lasser Press, 1980) se remarca en tres momentos: 1, El arco está tensado; 2, La flecha vuela; 3, La flecha cae.
Muerto a los 27 años, podría sostener —como lo hace Ford Coppola, quien utilizó de manera magistral el tema musical “The End” de The Doors en su bélica cinta “Apocalipsis ahora”, adaptación moderna de “El corazón de las tinieblas” (1899) de Joseph Conrad— que Morrison lanzó todas sus flechas doradas demasiado joven.
No importa que uno sea escritor, mandarín (burócrata) o de la estirpe de los János o los Ptolomeo, “It Just Happens” (simplemente sucede): ya siendo otro o casi, al final de la existencia —finitud que no toma como reglas la inmadurez, los títulos y la edad—, se comprende que nadie entra vivo por las puertas de la muerte.
Se está vivo un segundo antes de morir, sí, y luego ni siquiera las metáforas de Schelling —“puro aire y pura luz, sin ninguna sustancia”— nos reivindican la estafa de alguna solidez. Ya, en el temprano “Manifiesto comunista” (febrero de 1848), lo sentenciaba Marx: “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, como demostró el transbordador espacial Challenger —de ida— en 1986 y lo constató —de vuelta— el transbordador espacial Columbia en 2003.
Por eso al Buda —el Iluminado— le gustaba referir la siguiente parábola (resguardada en el Canon Pali, libro sagrado del budismo primigenio, con el nombre de “La flecha envenenada”: “Hubo una vez un hombre que fue herido por una flecha envenenada. Sus familiares y amigos le querían procurar un médico, pero el hombre enfermo se negaba, diciendo que antes quería saber el nombre del hombre que lo había herido, la casta a la que pertenecía y su lugar de origen.
Quería saber también si este hombre era alto, fuerte, tenía la tez clara u oscura y también requería saber con qué tipo de arco le había disparado, y si la cuerda del arco estaba hecha de bambú, de cáñamo o de seda.
Decía que quería saber si la pluma de la flecha provenía de un halcón, de un buitre o de un pavo real… Y preguntándose si el arco que había sido usado para dispararle era un arco común, uno curvo o uno de adelfa y todo tipo de información similar…”
El desafortunado hombre —necio demandante de información inútil— murió sin saber ninguna de las respuestas.
Resulta demasiado trillado conocer a alguien por su catálogo de felonías —que hoy te obligan cínicamente ver en el celular—, ya que lo ideal sería conocerlo por su sensatez. Pero como ya también sabemos —lo advertimos al inicio del artículo—, lo ideal termina siendo “enemigo de lo bueno”.
raelart@hotmail.com