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Opinión

El último lector | Paisaje de diciembre

Por: Rael Salvador

Diciembre es el mes ideal para refugiarse en una cabaña. El clima del alma lo solicita, por no hablar del paisaje siempre solícito de fin de año. Escapar a la rutina de los días y, ya en el bosque, embelesarse con los altos abetos y alfabetos de la noche.

Observar el paisaje en el que cae la nieve en espirales de silencio y sumirse en la soledad como quien se hunde en los misterios de la vida y la delicia.

Cuando joven, decía a mi madre que nos perderíamos en el horizonte de coníferas: pinos, cedros y juníperos, entre la blancura sobria y bella, con lámparas de aceite y mi navaja suiza, sonrientes y cortando leña bajo el ojo azul del cielo o a la altura de la Luna tímida que eleva la tarde, acompañados siempre de libros y buen vino.

Ahora que la Navidad está aquí —a la vuelta de algunas nubes—, me encierro en la cabaña de las ensoñaciones y empiezo a repasar las ediciones de temporada. 

Tomo de mis estantes un librito azul, de la editorial Siruela, con caracteres hebreos en la portada y, de manera continua, en cada una de sus hojas.

Lleva como título: “En el nombre de la madre, la historia de amor más prodigiosa de todos los tiempos”. 

Lo leí hace años, me agradó muchísimo, puedo decir que en extremo; recuerdo que, seducido y embelesado, memoricé pasajes completos, pero luego entristecí porque ya no pude conseguir más obras de él, Erri De Luca, mi nuevo huésped y apreciado autor.

Ahora su nombre resuena como un tambor de agua en mi consciencia.

Ilusión que bendice al sueño, como una de esas esferas embarazadas de diamantina que se agitan en Navidad y así la lentitud queda atrapada en nuestras vidas frente a un árbol que multiplica, reiterante, la canción de sus luces. 

Hay en mí fragmentos de ese librito que no he podido olvidar, que en voz de Myriam / María, la protagonista y madre del hijo de diciembre, decía en uno de ellos: “A los hombres les hacen falta palabras para fundamentarse, las del ángel eran para mí viento que dejar correr. Traía palabras y semillas, a mí me bastaba una”.

Bello, como la transparencia de la memoria.

En seguida observo que hay una joya amable —resplandeciente, como ráfaga del Norte que hace bailar el oro rosa de la chimenea—, un Truman Capote que no he dejado de apreciar a lo largo de décadas: “Tres cuentos” (editorial Anagrama), de los cuales el primero, “Un recuerdo navideño”, me emociona al límite de siempre recrear su narración dulcemente hipnótica (esa última Nochebuena que el niño Buddy pasa con el ser más amado).  

Lo abro y, en su interior, encuentro esta anotación: “Al concluir sus 30 páginas, en la atmósfera de una alegre nostálgica, sé que no ha terminado mi relación con Capote, porque inmediatamente tomo la pluma y dibujo pasajes que se transforman en paisajes…”.

Se trata de una bondad pocas veces gratificada el resto del año, porque ese paisaje de invierno es como el destellos áureo que entrevé la niña en “La pequeña cerillera” de Hans Christian Andersen, más lúcidamente incisivos cuando el telón musical se encuentra a cargo de David Lang, quien con su adaptación homónima obtuvo el Pulitzer de la música en 2008.

Hay reflejos que son más bellos que la realidad.

Diciembre es el mes ideal —aunque podría ser cualquier momento de inspiración, el día menos pensado del año— para obtener una experiencia significativa con los libros, la música, los recuerdos y, sobre todo —porque sin ella no hay nada—, el valor absoluto de la vida.    

raelart@hotmail.com   

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