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Opinión

El último lector | Nietzsche, otro libro por vivir

Por: Rael Salvador

¿De qué están hechos los libros? No. Seré más específico: ¿De qué está hecho mi libro de Nietzsche?

Mi libro, “Nietzsche. El príncipe sublime del intelecto” (La Jornada Baja California, 2023), se define a sí mismo en la línea de bricolaje (“bricolage”, en francés), esa manera artística de arreglárselas con el material que, en la economía de las circunstancias, se encuentra a la mano.

Y, como es el caso —en los usos de los alfabetos—, ese arreglo representa el acto mágico de la espiritualidad bailando con la elegancia. Quizá sea cierto, porque el asombro de su escritura representa una danza —un ritual chamánico, en un estilo cuidado— donde las esperanzas levantan polvo en el presente.

Ahí hablo de la amistad a la filosofía, del acercamiento al hombre, de la lejanía y cercanía griega de los dioses. Pero hay que saber distinguir: están las estrellas apagadas que yacen como rocas en el suelo, templos suscritos al vestigio y que necesitan de los escuchas y los profesionales del oído; y están las piedras preciosas que, sonrientes y levitantes, alumbran como cristales de palabras en la cámara del cosmos, creando una cartografía en llamas donde el pasado no es un sueño.

La descripción poética convertida en creación filosófica.

Mi libro sobre el príncipe “Zaratustra” (Estrella de Oro, en persa) es una autobiografía lectora —si es que el género existe—, donde Friedrich Nietzsche le pone una ratonera al intelecto y todos padecemos la dulzura de un proceso histórico de transformación: la de atravesar una cuerda floja, con calzado de pezuñas —de camello, de ser posible—, y llegar del león —del animal— al hombre superior, al niño vital, porque el tiempo, ya lo dijo Heráclito, es un niño que se divierte, que no deja de jugar a los dados, porque precisamente el niño es el reino.

La amistad como pensamiento, pero también como búsqueda y encuentro. Porque es más humano —demasiado humano— vivir preguntando que obteniendo respuestas (la brutalidad de un mundo donde todos tienen una respuesta para todo).

Sin preguntas a la existencia no hay libros escritos ni por escribir, mucho menos por vivir.

Y también porque mi oficio es leer, albergar narraciones, vivificar muertos ilustres y otros acompañantes. Mientras lo hago, rasgo la pureza del silencio con algunas notas sueltas. Cierto, cada vez subrayo menos. A veces siento que la pasión se debilita…

En este paginar se sombras, la suave luz se desliza en el arco musical de la tarde. Intento, con una nuez de hielo, iluminar mi camino hacia los sueños: llegar a las entrañas de la noche —llaves como estrellas, estrellas como astros, astros como galaxias, galaxias como historias vivas— y abrir la Biblioteca del Universo.

Braza oceánica, podría decir.

La raíz de este sentimiento se finca al contemplar que la biblioteca personal se transformó en un áspero gabinete de acomodos. Los libros —que por más de medio siglo han compartido esencia y existencia— hoy yacen como fracturados ladrillos de un hogar derrumbado… Lluvia y cenizas del tiempo, donde un hombre viejo danza sin juicio ante la silueta de un niño que murmura trozos de poemas ininteligibles y da paso a un adolescente leonado que, entre la crepuscular embriaguez de la penumbra, deja caer deliberadamente ante los pies del mundo, sin velar sus carcajadas, un tomo en llamas de “Así habló Zaratustra”.

raelart@hotmail.com

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