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Opinión

El último lector | Luces de la existencia

Por: Rael Salvador

Guardo grata simpatía por ciertos humanistas, sin importar que sean católicos.

Esos que van del Renacimiento al reino del presente, exiliados de la pobreza teológica de la Edad Media y con polvo del camino calado en los zapatos.

A mi parecer, después de muchos ilustres —y pocos lustros—, el papa Francisco no fue la excepción.

Tampoco —por sus suelas hablarán sus pasos— León Felipe ni el Che Guevara.

Líderes espirituales gracias a la repartición justa de los panes, la poesía y la medicina.

Guerrilleros los tres —cada cual a su modo: rezo, salmo y palabra—, sus acciones fueron contra la medianoche del alma y la pobreza de la muerte metida en el sueño, con el sumo cuidado de no confundir la mediocridad del “oro de los tontos” con la seda de la ética divina, esa crisálida donde madura la fe.

Ahora que observo la belleza de esta fotografía —ilusión mecánica, sólo bosquejo gráfico de cierta humildad—, donde la llaga de Cristo es un estigma del viaje, reparo en su instante de peligro: ¿Homilía de un oficio de imágenes sustituyendo la realidad?

(Tengo que decir que, en la extensa colina virtual de Google, he rastreado la foto del supuesto calzado del papa Francisco donde, a fuerza de andanadas —en recorridos de diverso orden, dentro y fuera del Vaticano, rumbo a la pizzería predilecta o fuera de Italia o dentro del lodo de la realidad, etc.— aparece el desgaste natural de la suela izquierda, y que, en términos de preferencia y simplicidad práctica, debió servirse, desechando el uso de las tradicionales zapatillas rojas por ese calzado de becerro negro, encordado, tipo “galocha”. Sobra reconocer que, de picar aquí y allá, no he dado con alguna fuente confiable sobre esa imagen en particular. Lo que sí existe, en el intento de los paparazzi por revelar otro misterio más de la iglesia católica, es el registro de diversas fotografías conmovedoras, donde los zapatones, de horma 42/43, amplios, con cierto rasgo ortopédico —y que alivió la cojera en vida de Bergoglio—, se muestran en la pesada belleza de lo exultante.)    

Entonces me dejo encantar por la tentación de ser patético: lo que en manos del destino es tiempo, en el instante adviene como revelación o epifanía: ¿La metáfora me sacará del oscuro agujero estelar y oraré ante un zapato?

Escribir es una manera de hacerlo.

Así como lo realizaron León Felipe y Ernesto “Che” Guevara: los dos hombres —el primero, poeta consolidado y en exilio; el otro, guerrillero por la libertad de los oprimidos— se encontraron en un café de México, a mitad del siglo XX, y cuando cruzaron los pies —más allá del cálido, reconfortante y rico intercambio de palabras— se descubrieron con las suelas rotas…

Yo me pregunto: ¿Cuánto tuvieron que andar para encontrarse?

La Muerte también tira sus dados en los sueños y uno no se levanta más. Y, para muestra en cadena, desde el principio de los tiempos hasta el apocalipsis personal, ahí está el ataúd de madera sencilla —con los restos del papa Francisco— como una cruz por recomponer.

Y descubro que ya no tengo la inocencia necesaria para que mi fe revolucionaria florezca en ambición y extensión. Lo que sí constato, con esta parrafada testimonial —yo que sólo me confieso con Freud—, es que la industria del espectáculo no ha desmaterializado a mis centinelas de lo invisible.

¿Atenas o Jerusalén? ¿La razón o la fe?

Bergoglio, Francisco, requiescat in pace.

raelart@hotmail.com

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