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Opinión

El último lector | Los rusos están locos / Rael Salvador

Por: Rael Salvador

Siempre decíamos que estaban locos, así nomás, como quien tiene ganas de reírse de sus propias estupideces y, a la vez, reconocer el valor del vodka en el frío y en la guerra.

Quien fuera el profesor Domingo Bañaga, viejo bibliófilo declarado –fallecido hace algunos años–, en su amplia y valiosa biblioteca particular atesoraba una de las más documentadas colecciones sobre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, así como otras conflagraciones de lo terrible, por no hablar sólo de reyes lúbricos, leones del desierto y generales despiadados.

Cuando me acomodaba en su sala, él su café y sus experiencias, yo mi mate y las lecturas, hablábamos de política nacional e internacional: los desmanes de lo inhumano, el terrorismo que engulle la carne y el oneroso bache de miseria en donde nos tienen metida media alma; y al final, siempre rematábamos con los rusos, y entonces arengábamos que estos camaradas sí que estaban locos.

–Los rusos sedientos hacen de la locura su mejor arma –me decía.

Y la expresión no es gratuita; se finca en un sin fin de narraciones y testimonios que le otorgan validez histórica a lo que parecería una descortesía de nuestra parte.

Cuando Svetlana Alexiévich (Ucrania, 1948) recibió en 2015 el Nobel de Literatura –premiando su preciosa concepción polifónica del periodismo lúcido y doloroso–, retomamos el hilo negro de nuestras pláticas y nos entregamos a la lectura de “La guerra no tiene rostro de mujer” (Debate), revelaciones íntimas de las hembras en el campo de batalla, y, entre compungido y entristecido –por el festín obligado de la sangre y el crujido de cráneos a la deriva, como si el odio no tuviese otro sonido congelado–, reencontramos una vez más nuestra aullante locura ya referida. 

Así comprendimos por qué el loco mayor, Vladímir Putin, se negó a felicitar a la autora de “El fin del hombre rojo” (Acantilado) y cronista incómoda de la Gran Guerra Patria. 

Bueno, eso de “comprendimos” es sólo en cumplido retórico: nunca en lengua rusa se ha entregado un Premio Nobel de Literatura que no sea a un disidente del sistema: ¿Bunin? ¿Pasternak? ¿Shólojov? ¿Solzhenistsyn? ¿Brodsky? Desde luego.

“No odio al pueblo ruso; por el contrario, respeto su literatura y su ciencia, pero no el mundo de Stalin y Putin, y tampoco me gusta ese 84 por ciento de rusos que llama a matar ucranianos”, declara la autora con valentía.

Conozco la importante figura de Alexiévich, así como su trabajo “Voces de Chernóbil” (Debate), escrita con la indeleble tinta de lágrimas radioactivas, en una tragedia que apenas asimila su desventura en el alba de la incidencia. 

Recapitulo que, quince años atrás, me encontré con Svetlana Alexiévich, cuando realicé mi indagación sobre el asesinato de la también periodista rusa Anna Politkóvskaya (investigación que publiqué en libro “Obituarios intempestivos. Vida y muerte de Albert Camus, Anna Politkóvskaya y Facundo Cabral”, Colección Palabra, 2014), quien puso en la mesa internacional los abusos de Moscú en la guerra de Chechenia y muriese de cuatro disparos en el ascensor de su casa –incluido “tiro de gracia”, para asegurarse que, efectivamente, han matado a la persona señalada– el 7 de octubre de 2006, el mismo día del cumpleaños de Putin. 

En el discurso del recibimiento del Premio Nobel en Estocolmo, Alexiévich la recuerda, reconociendo que “la poética de la tragedia es importante”, sin olvidar que los escritores son siempre vulnerables en las dictaduras.

Así el mundo, así los rusos, así mis diálogos “aquellos” con el profesor Domingo: así el descalabro inmune de nuestra propia existencia.

raelart@hotmail.com

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